Reseña de la audiencia del 3 de agosto de 2021

    AUDIENCIA 034 – 03 DE AGOSTO DE 2021

    En la trigésimo cuarta audiencia del debate oral con modalidad virtual del Juicio Brigadas Banfield, Quilmes y Lanús, escuchamos la declaración testimonial de Mariana Busetto, hija de Osvaldo Busetto, quien fue visto por sobrevivientes en el Pozo de Quilmes y en el de Banfield entre fines de setiembre y diciembre de 1976; Ramiro Poce sobrino de Julio Gerardo Poce, que fue secuestrado junto a su esposa Graciela Pernas y vistos en el Pozo de Banfield a fines de noviembre de 1976 y María Santucho, quien fue secuestrada con ocho niños más de su familia y su madre Ofelia y fueron llevados al Pozo de Quilmes.

    El primer testimonio de la jornada fue el de Mariana Busetto, hija de Osvaldo Busetto. Osvaldo tenía 30 años cuando lo secuestraron, el 9 de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata. Su hija Mariana tenía 2 años en ese momento, por lo que todo lo que sabe de su papá es porque se lo contaron. Unos días más tarde del secuestro de Osvaldo, se llevaron a Ángela López Mártin, su pareja de aquel momento. 

    El primer testimonio que leyó Mariana sobre su papá fue a partir del libro de “La noche de los lápices”, que se lo había regalado su abuela, cuando ella estaba en la primaria. En la secundaria, se escapó para ir a una marcha de La noche de los lápices, ya que su mamá no la dejaba participar. Allí buscó a Pablo Díaz. Pablo le contó que estuvo con Osvaldo, y que estaba muy herido. Más adelante buscó a Walter Docters. Su abuela también le consiguió cartas que  Gustavo Calotti le había escrito a Juan Carlos Busetto, su tío. Juan Carlos tenía mucho amor por su hermano Osvaldo, lo buscó por “lados imposibles” relató Mariana. Juan Carlos murió en 1984. Posteriormente conoció a Nora Úngaro, cuando formaron la agrupación HIJOS y es en ese momento que “todo empieza a encajar en este rompecabezas que es mi vida”. 

    El día que se lo llevaron a su papá, tenía una cita en 7 y 54. Cuando vio que lo perseguían, empezó a correr. Fue herido con armas de fuego, y trasladado al Hospital Naval. “Lo necesitaban vivo” relató Mariana. Luego fue llevado al Pozo de Arana, donde estuvo desde septiembre hasta el 11 de octubre de 1976, cuando lo llevaron a Quilmes. Allí se encontró con Ángela López Mártin. “A pesar de las condiciones extremas en las que estaba, siempre les daba ánimo a todos. Era muy fuerte, muy duro, y exigía esa dureza de los demás. Pero a la vez era muy tierno” reconstruye la testimoniante. 

    Mariana supo que Victor Treviño, lo ayudaba con las curaciones de la pierna baleada. Desde el Pozo de Quilmes se lo llevaron a Banfield, entre noviembre y diciembre. Allí estaba Bergés, quién le dijo a Pablo Díaz que le limpie la herida. Mariana no tiene información de lo que sucede después de ese momento, ya que Pablo pasa a disposición del PEN. 

    Cuando secuestraron a Osvaldo, ella y su mamá, iban mudándose de casa en casa. Un hermano de su mamá, le contó que un amigo de su abuela materna, que iba armado, se había acercado a su familia. Creen, después de lo que pasó, que estaba infiltrado. Lo llamaban Coy, y era de la guardia del general Ramón Camps, jefe de la Policía Bonaerense. Cuando su abuela se entera, le dijo que no lo quiere ver nunca más. Le preguntó por Osvaldo, y Coy le respondió que no había nada que pudiera hacer por él. Pero que todavía se podían salvar Mariana y su mamá, y que para eso tendría que darle un incentivo. La abuela le dio todas sus joyas. 

    Allanaron muchas veces la casa de su mamá. Se llevaron un maletín, con una grabación de su papá, donde le explicaba a Mariana porqué ya no se iban a ver. El cassette decía que la amaba muchísimo y que él luchaba por un país más justo.  Pese a haber vivido una infancia “tristísima” y una adolescencia muy difícil con su madre y su pareja que era un “hombre muy violento”, Mariana dijo sentirse acompañada “por el recuerdo de los que no están”.

    “Los hijos tenemos muchos hubiera (…) Como hubiese sido mi vida si él hubiese estado. Cómo hubiera sido él como abuelo” describió Mariana. “Me emociona recordar a mi papá, lo entero que era, y lo enteros que eran sus compañeros”. Entre los años 1982-83, descubrió que había otros hijos de desaparecidxs; y relató que lo que la “salvó fue la formación de HIJOS. (…) El amor que se siente entre los HIJOS es totalmente diferente al que uno pueda sentir por amigos o hermanos de sangre”. Recordó los actos de las facultades de Arquitectura y Humanidades, hitos fundantes de aquella agrupación. Su papá estudiaba arquitectura y militaba en el ERP. En esos actos también encontró compañeros de su papá, que le contaron más detalles sobre él. 

    “Nos destruyeron a todos”. Su tío Juan Carlos, “hizo de todo por buscarlo. Se metió en lugares donde no sabía si iba a salir”. Su tío era odontólogo. “Hizo todo y más” por buscarlo a Osvaldo. Iba a asados con militares, para ver si encontraba información. Había alguien que no le cerraba, llamado Gustavo Niño. Luego se enteraron de que se trataba de Astiz. 

    Su abuela paterna murió sin encontrar siquiera los restos de su hijo. “Ahora lo quiero encontrar yo. Porque no quiero que mis hijos tengan que salir a buscarlo” declaró Mariana. A su vez reflexionó que “Esta gente nunca dijo nada. Tienen un pacto siniestro, un pacto de silencio, nunca dijeron dónde están los nietos ni dónde están los restos. (…) Esta gente está cometiendo ahora mismo un delito, porque tienen información y no la dicen. A ellos no les cambia dar esa información, ellos van a ir a parar al mismo lugar. Sin embargo no lo dicen, para hacer más daño. Cuando yo era chiquita estaban libres, ahora al menos están siendo juzgados”. 

    Mariana relató que cuando tuvo a sus hijos, y tenían la edad que ella tenía cuando desapareció su papá, pudo aprender de la relación que tiene un niño de esa edad con su padre. El vínculo era muy fuerte, “yo lo debo haber extrañado muchísimo”. Remarcó que la dictadura cívico militar de 1976 “fue un genocidio. Es increíble que hay gente que niega que fue un genocidio, que cuestiona el número de desaparecidos. Que cuestionen a esta gente que saben dónde están y no lo dicen. Que dejen de cuestionar lo incuestionable. Para que no pase eso, estamos los sobrevivientes, los familiares”. 

    Mariana Busetto concluyó su testimonio  “Mi pedido como siempre va a ser de justicia. Porque ellos no están, pero estamos nosotros”. Mostró una foto de su papá, “era muy joven, yo ya tengo 19 años más que él”. 

    La audiencia continuó con Ramiro Poce, quien dio testimonio por su tío y la esposa de éste, Julio Gerardo Poce y Graciela Pernas, que fueron vistos en el Pozo de Banfield a fines de noviembre de 1976. Julio Gerardo nació en el año 1952 y Graciela en el ‘55, ambos en la ciudad de La Plata. Hicieron juntos la escuela secundaria en el Colegio Nacional de esta ciudad, donde se conocieron. Participaban en los grupos de lectura política y con el tiempo también comenzaron a militar juntos en el GRES (Grupo Revolucionario de Estudiantes Secundarios Socialistas). Al egresar y ya siendo pareja, empezaron a militar en el GUS (Grupo Universitario Socialista) y luego se integraron al OCPO (Organización Comunista Poder Obrero) que en general buscaba acciones coordinadas con otros grupos. Julio Gerardo, “Julito”, estudiaba Medicina y Graciela recién había comenzado Ecología en el Museo y tenía una relación muy cercana con el arte en general y con la poesía en particular.

    Ramiro comenzó mandándole un gran abrazo a Mariana, señalando que dejó a una sala muy emocionada y que comparte muchas de las cosas que dijo. Explicó que hace unos 10 años atestiguó en la causa ABO por el caso de su papá, Ricardo. Además aclaró que toda la información que aportó en esta jornada es un trabajo de reconstrucción, en gran parte basado en la investigación de su abuelo, Julio César Poce, quien recopiló mucho material documental que Ramiro fue citando.

    En los años previos a la dictadura ya se habían dado algunas situaciones que anticiparon lo que iba a suceder. Una de ellas fue el asesinato llevado a cabo por la CNU en 1975 de Roberto “el negro” Rocamora, también militante del OCPO y del MUS. Otra fue el asesinato de Patulo Rave.

    El 22 de marzo de 1976 Julito y Graciela se casaron, ya el clima estaba muy pesado. Según explicó Ramiro, para ese momento su tío ya había sido amenazado por la CNU y la Triple A. Por esta razón, justo después del casamiento, se mudaron a Buenos Aires, a un departamento en el Barrio de Flores donde vivieron hasta el momento de su secuestro. 

    En mayo de 1976 un grupo armado con itacas allanó la casa de los abuelos paternos de Ramiro: habían acordado que si algo así sucedía tenían que decir que Julito estaba de viaje en las Cataratas del Iguazú. De esa casa robaron y destrozaron muchas cosas, Ramiro hizo hincapié en esto porque consideró que da cuenta del nivel de delincuencia: “más allá de que ellos se escudan en cuestiones ideológicas, se robaban todo lo que podían. Todo lo que podían dañar o romper lo hacían”. También leyó el testimonio que su abuelo dejó de ese día donde da cuenta que lo amenazaron y le aseguraron que cuando encontraran a Julio, lo iban a matar.

    A continuación relató los detalles del secuestro de Graciela y Julio el 19 de octubre de 1976 ese ph de Flores en la calle Granaderos. Los militares irrumpieron en la casa por la madrugada, los tíos de Ramiro trataron de escaparse por la medianera del patio de atrás; “Graciela casi que ya se había escapado y a mi tío le pegan un tiro en la pierna. Graciela vuelve para intentar ayudarlo en un acto de amor, ¿no?. Ahí los secuestran”. Unos días después de ese acontecimiento los padres y abuelos de Ramiro fueron a esa casa y encontraron una pintada que decía “vivan las fuerzas conjuntas”. En ese momento también hablaron con algunos vecinos que fueron los que les dieron los elementos para reconstruir lo sucedido.

    Según testimonios de sobrevivientes que los vieron, como Cristina Comandé, Elena Corbin o Elio López, fueron llevados al centro clandestino Puente 12, donde a Julio le curaron la herida de bala. Ramiro sostuvo que en ese lugar fueron sometidos a tormentos y que su abuelo dejó asentado el nombre de Colores del Cerro como uno de los torturadores. 

    También gracias a los testimonios, se fijó la fecha aproximada del traslado de ambos al Pozo de Banfield el 25 de noviembre de 1976. José María Noviello, Pablo Díaz, Víctor y Alicia Carminatti aseguran haber visto a Julio y a Graciela en ese centro clandestino. Ramiro leyó algunos fragmentos de la declaración de su abuelo en el Juicio por la Verdad de 1999 en La Plata, donde Julio Poce padre citó los testimonios de estos sobrevivientes. Víctor Carminatti vio a Julio y a Graciela cuando llegó a Banfield, alrededor de diciembre de 1976; Alicia Carminatti compartió celda con Graciela hasta su liberación hacia  fines de diciembre de 1976. Noviello afirmó ver llegar a Graciela, a quien conocía de antes, ese 25 de noviembre y allí los vio ambos hasta su liberación a mediados de diciembre. Hacia finales de diciembre, entonces, fueron vistos por última vez y la familia presume que fueron asesinados. Ramiro explicó que, como Mariana Busetto, no han recuperado el cuerpo de ninguno de sus familiares desaparecidos.

    El testimoniante también contó que luego del secuestro de su tío y de su padre, sus abuelos paternos hicieron múltiples gestiones. Su abuela, Elena Mateos, fue Madre de Plaza de Mayo hasta su muerte y su abuelo Julio integró la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. En el año ‘77, Julio logró que el Secretario del Ministerio del Interior le arregle una reunión con un tal Coronel Ferro, supuestamente mano derecha de Suarez Mason. Aunque no consiguió mucha información, fue una forma de ver la dimensión monstruosa de la movilización militar.

    Ramiro resaltó el valor que tienen los juicios: su abuelo siempre creyó en la justicia aunque falleció antes de ver la reapertura de los juicios. De todas maneras, también señaló que los tiempos dilatados han generado que se pierdan muchas cosas. Además, hizo hincapié en que el delito de lesa humanidad es imprescriptible y sobre todo perdura en el tiempo: todavía tienen la oportunidad de dar algún dato, dijo Ramiro, a pesar del pacto de silencio.

    También volvió a mencionar lo que significan estos trabajos de reconstrucción para las familias, considerando que estas historias no solo tienen un valor probatorio. “En general, los hijos vivimos reconstruyendo la historia de nuestros padres, de nuestros tíos. Hablando con sus amigos de la primaria, de la secundaria, del club, de la militancia y hasta incluso de un centro de concentración”.

    “En definitiva, este testimonio es un homenaje a todos los desaparecidos de mi familia. Ricardo, Julito, Alicia, Laura y Jorge -los hijos de “Negrita” (Antonia Acuña de Segarra), Alicia y Laura estaban embarazadas cuando fueron secuestradas. A María Inés, a Joaquín, a Iñaqui. A mis primos, los hijos de Alicia y Laura (que fueron apropiados y aún no recuperaron su identidad)”.

    Ante la pregunta de las querellas sobre el impacto del terrorismo de estado en sus vidas, Ramiro contó que “uno crece con ausencias”. Por suerte sus abuelos pudieron transformarlo en lucha. Él con su madre debieron exiliarse primero a Brasil y luego a Francia; su tía con sus primos fueron a Cuba. Cuando regresó a La Plata la sensación fue la de una ciudad arrasada, y que el peso de la ausencia fue muy fuerte. El clima de impunidad persistió por años, de hecho mantuvieron ciertos esquemas de seguridad en su vida cotidiana. Fueron años en que los sobrevivientes estaban en una posición incómoda, de muchos silencios. Frente a esto recalcó el surgimiento de HIJOS que, al menos en su caso, transformó su manera de relacionarse con el tema: “las acciones colectivas siempre tienen otra fuerza”, afirmó.

    Señalando que Graciela Pernas ya no tiene mucha familia, Ramiro reafirmó que su intención fue también testimoniar por ella. Contó que en el 2008 la UNLP editó un libro con sus poemas llamado Pájaros Rojos y decidió cerrar su testimonio con la lectura de uno de ellos: “A veces te siento cerca, a veces te siento lejos. Ay miedo, qué tanto miedo, qué tonto miedo. Que me quiere tapar, tapar la fuerza, tapar la pelea, tapar la lucha y me dice, soy tuya. Soy tu pena, tomame y sentémonos a llorarme. Pero yo quiero tenerte lejos porque hoy no sos vos mas mía. Mías son otras, más grandes, más negras, más frías, que me dicen tomanos, levantate y luchemos”.

    María Ofelia Santucho fue la última testimoniante de la jornada. María fue secuestrada a sus 15 años junto con otros ocho niños más de su familia y su madre Ofelia; estuvieron en el Pozo de Quilmes. Al comenzar su declaración decidió recordar desde lo humano a cuatro mujeres que la han acompañado en su vida, que forman parte de círculos de amor que se abren y se cierran eternamente y que tienen mucho que ver con los hechos que se juzgan en esta oportunidad. En primer lugar recordó a Graciela Santucho, su prima hermana, la primera persona cercana que les contó el horror de los centros clandestinos. En segundo lugar, quiso recordar a dos de sus tías: Manuela Santucho, la hermana de su padre, militante del PRT-ERP, abogada de presos políticos, a quien le decían la tía “nenita” y era el modelo a seguir de todas las primas; y Cristina Navajas de Santucho, también militante, compañera de Julio Santucho -el hermano menor-, con quien tuvo una relación muy especial. Por último, mencionó a Adriana Calvo, la mujer por la cual se comprometió mucho más con la verdad y la justicia y a quien consideró que unió de manera extraordinaria, fortuita y amorosa todas estas historias. “…esas mujeres fueron y siguen siendo, están en el altar de mi vida como mujeres, como madres, como compañeras, como militantes, como guerrilleras. Quiero recordarlas hoy especialmente, porque me siguen dando luz, siguen dando luz a muchas de las personas que nos involucramos de diferentes maneras en los juicios”, aseveró.

    María explicó que su familia fue muy perseguida durante la dictadura: muchos están desaparecidos, fueron asesinados, estuvieron presos durante muchos años o debieron marchar al exilio. Casi toda su vida previa al secuestro, hasta sus 15 años, vivió en Santiago del Estero; el último tiempo su padre, Óscar Asdrúbal Santucho, ya no vivía con ellos porque había tenido que pasar a la clandestinidad mientras ella, sus tres hermanas menores María Susana, María Silvia, María Emilia y su madre, Ofelia Paz Ruiz, vivían en un estado de amenazas constantes. Su madre no militaba y María considera que tuvo que ver con una intención de protegerlas por si algo le pasaba a su padre: “no vincularse pensando que solo mi papá iba a ser víctima (…) un error que después entendimos, ya el hecho de que mi papá, mis tíos fueran militantes era razón para que persiguieran a toda la familia”. 

    En medio de nuevas detenciones en Santiago del Estero tuvieron que irse a vivir a Buenos Aires: “el compromiso de mi papá era que pudiéramos seguir juntas, hacer una vida más o menos normal” contó María, aunque aclaró que debieron cambiarse los nombres y adoptar muchos cuidados para no levantar sospechas en el barrio. La casa de Morón que su padre compró para ellas terminó convirtiéndose en un lugar de reuniones del Estado Mayor del PRT-ERP, pero la testimoniante resaltó que también tiene recuerdos familiares muy hermosos allí. Específicamente recordó uno de sus cumpleaños, la última vez que todos los miembros de la familia que vivían en Buenos Aires se reunieron para comer un asado.

    Un hecho quiebre fue el secuestro de Graciela Santucho alrededor de mayo de 1975. Poco después su padre fue trasladado a Tucumán, a la compañía Monte Ramón Rosa Giménez, y antes de su asesinato lo vieron solo una vez más. Ellas seguían en la casa, siempre creando historias y manteniendo una fachada sobre la muerte del padre y las personas que entraban y salían de la casa, “fue un año de mucha tensión para nosotras, para las chicas”. Al tiempo llegó Elias Abdón, el Turco Martín, junto con su hijo Esteban de tres años y tuvieron que decir que era sobrino de su madre. La compañera de Abdón había sido detenida embarazada y ellas se propusieron acompañar al niño en la pérdida que significaba no tener a su madre, así como su padre trataba de generar una dinámica en la casa para ocultar tanto horror, María lo comparó con la película La vida es bella.

    En un acto tal vez irresponsable, María se propuso armar un festejo para el cumpleaños número 4 de Esteban. Quiso invitar a los niños del barrio y también fue a buscar a sus primas. El 8 de diciembre de 1975 estaban festejando en el patio de la casa, tres o cuatro chicos de la cuadra, su madre, sus tres hermanas, Esteban y también estaban las tres hijas de Mario Roberto “Roby” Santucho y Ana María Villareal, Ana, Marcela y Gabriela y Mario Antonio, un bebé de nueve meses hijo de Roberto y Liliana Delfino. En ese contexto, un día de verano a las cinco de la tarde, irrumpió una patota armada. La sensación que le quedó a María es de gente entrando por todas partes, puertas, ventanas, por el jardín, gritando y preguntando por el resto de la gente: “lo recuerdo como una imágen cinematográfica (…) fue una situación de una violencia tan grande que es de las cosas que recuerdo que más me aterrorizan y me han perseguido (…) incluso siendo la previa de algo peor”. 

    Pintaron las paredes con aerosoles con la estrella del PRT, saquearon todo, interrogaron a su madre, según los dichos de la testimoniante fue un momento de gran confusión. Ofelia, la madre de María, les decía que no había nadie más, que era la única adulta de la casa. En un momento salió alguien diciendo “no busquen más, son la familia Santucho”. María relató, aún sorprendida, que en pleno día y frente los ojos de todo el barrio, sacaron a un montón de niños con las manos atadas en la espalda. Había muchos autos sin chapa y una furgoneta a los que los subieron. En relación a cómo fue posible que los encuentren, la testimoniante explicó que con el tiempo averiguaron que había un infiltrado en la organización que había estado muy cerca de Abdón.

    El momento del traslado fue de mucha angustia para María, “¿cómo prepararse para lo que uno ya sabe que viene?”. Explicó que quien la subió al auto la amenazó con someterla a los mismos tormentos que a su prima Graciela. Las tiraron a ella y a dos de sus hermanas en el piso del auto. En este punto María recordó algo muy simbólico porque, por cómo las acomodaron, la cara de una de sus hermanas quedó contra su espalda, apoyada en sus manos: “es un momento muy especial, quiero compartirlo porque es de las cosas más hermosas que recuerdo de esos días, siempre me dije ‘qué hermoso me voy a llevar esta caricia de alguien que quiero mucho’, hice esa lectura en ese momento”.

    Ya de noche, escuchó que el copiloto le preguntó al conductor cuánto faltaba para Campo de Mayo, para ella esta fue una muy mala señal porque sabía que si tenías alguna chance de salir en libertad no tenías que ver, ni escuchar, ni saber nada. Cuando los bajaron violentamente de los autos María llegó a ver un espacio amplio, una construcción, un galpón, muchos autos y gente armada. Recordó que los entraron a algún lugar y la sentaron en el piso contra una pared, escuchaba mucho movimiento de gente, era una situación de caos y llegó a escuchar que le hacían preguntas a sus hermanas. También contó distintas situaciones de abuso que vivió y el peso de las amenazas. Dos o tres veces la llevaron a entrevistarse con quien se identificó como el Mayor Peirano, quien es en realidad Carlos Españadero. Este señor le pidió repetidamente información sobre su tío Roby, sobre la militancia; ella siempre sostuvo que no sabía nada, que su papá las había traído desde Santiago porque allí corrían riesgo y que ahora él estaba muerto. Durante este tiempo, toda la madrugada, no supo nada más sobre su madre, su hermana menor, Esteban o sus primos.

    Al día siguiente los subieron a un vehículo, una especie de camioneta con caja y volvió a escuchar a sus hermanas, sus primos y a Esteban. Su prima Marcela les iba leyendo los carteles que veía por la ventana y cuando les dijo “dice Quilmes” María lo relacionó rápidamente con el circuito de centros clandestinos de zona sur. Cuando llegaron a destino, lo que hoy reconoce como el Pozo de Quilmes, los desataron y destabicaron, María recuerda haber visto personal policial, gente de civil y una parte de los integrantes de la patota que los había secuestrado. Recordó particularmente el momento en que una mujer de civil que se encontraba allí, agarró a Mario Antonio -su primo bebé- y dijo “este me lo llevo”; en ese instante todas se abalanzaron a los gritos sobre ella y un hombre con uniforme policial que las había recibido dijo “hay órdenes que con los chicos no”. María relacionó esta circunstancia con la historia tan similar que le contó años después Adriana Calvo sobre lo sucedido con su hija Teresa.

    “De alguna manera nos entregan a este lugar, nos subieron por una escalera, abrieron la puerta de un calabozo y entraron a un espacio que a su vez tenía pequeñas celdas”. Las llevaron a las hermanas, las primas y a los niños a lo que pudieron reconocer como el último piso con dos mujeres de civil que decían ser trabajadoras sociales, había unos colchones que María reconoció como los colchones de su casa de Morón. “A mi lo que me alucina hasta el día de hoy es el grado de engranaje que había operando en estos grupos de trabajo (…) era perfecto para lo malo, (…) estaba tan bien diseñado que producía mucha angustia en el sentido de que uno sentía que de eso no se podía volver”. Recordó que con las chicas charlaban y miraban por las ventanas, creían que en el primer piso había presos comunes. Las mujeres que estaban allí las “atendían”: “había como una tensión en el lugar por que no nos pasara nada”.

    Dado que a su madre no la habían trasladado con ellos, pensaron que ya no la iban a volver a ver. Dos o tres noches después apareció el “Mayor Peirano”, Españadero, y traía a su mamá Ofelia: “fue como la cara de mi hermana en mi mano, nos abrazamos, lloramos, fue tan conmovedor que las chicas que nos cuidaban lloraban con nosotras”. Ahí Españadero les dijo “mañana las vengo a buscar porque las saco de acá”. Allí empezó un periplo con Españadero, todas y todos en un auto buscando un hotel donde él pudiera dejarlos; finalmente en el Hotel Splendid de Flores los aceptaron y Españadero les dijo que más tarde iba a volver. Eran muchos y estaban en un estado llamativo pero como la madre de María no había comido en varios días fueron a un restaurante: rápidamente llegó un patrullero a buscar a Ofelia porque la gente del hotel había denunciado que tenía a la familia Santucho. Pero Españadero la fue a buscar a la comisaría y volvió a llevarla al restaurante.

    En el transcurso de esos días en el hotel, Españadero los visitaba todos los días y les llevaba el dinero del día. Ofelia se dedicó a llamar a las familias de las mujeres con las que había compartido la detención en esos días y también avisó a su propia familia dónde estaban. Así los encontraron los compañeros del PRT que los llevaron a la Embajada de Cuba. Allí estuvieron desde diciembre de 1975 hasta diciembre de 1976 cuando pudieron salir de la Argentina con un salvoconducto. María describió todo lo que pasó durante ese año “de tantas pérdidas”: el golpe, la Embajada rodeada, sus tías Cristina y Manuela secuestradas, tantos familiares desaparecidos y desaparecidas, asesinados y asesinadas, presos y presas, la muerte de Roby y el secuestro de los compañeros y compañeras que estaban con él.

    “Somos sobrevivientes y al menos a mi la sobrevida me acongoja porque atrás quedó mucha gente (…) Lo que hubieran sido esas chicos y esas chicas tan jóvenes, tan dispuestos a entregar todo (…) La sobrevida es muy dura, te genera compromisos, te genera dolores y te genera angustias. También te genera cosas que te reconfortan, oír ahora a los hijos de esos compañeros y compañeras que los reivindican, reivindican sus luchas en lo cotidiano, en perpetuar la obra”. María agradeció mucho poder dar estos testimonios porque la alivian y la hacen sentir una persona digna. Dignidad que aseguró los represores no tienen: “va más allá del pacto de silencio, ellos se quedaron con los cuerpos de nuestros muertos y nuestras muertas pero con lo que nosotros nos quedamos de ellas y de ellos es infinitamente mayor. Yo me siento absolutamente hija, heredera de toda esa generación”. Consideró que en actos como este testimonio e incluso en el cotidiano, logra traer a esta generación al presente, mientras sigue esperando el cuerpo de sus familiares. Por eso, aunque declarar sea un desgarro -un dolor solo sostenible por el amor de quienes la acompañan-, elige seguir luchando por la verdad y la justicia: “solo el amor engendra melodía”.

    A raíz de las preguntas de las querellas afirmó que difícilmente una familia que atraviesa lo que la suya logra rearmar el “rompecabezas completo”, incluso aunque tengan una vida colmada de amor o de la sanación que significó la estancia en Cuba y el reconocimiento de un pueblo. “Yo he crecido en un mundo de amor, en un mundo de entrega, en un mundo de solidaridad. Me he sentido parte de un pueblo que construyó una realidad, una historia. Me siento afortunada por eso (…) Pero ahora mismo me acabo de hacer pedazos hablando aquí para ustedes (…), la sensación de fractura no termina (…) Nos acompaña esa sombra terrible del horror al que fueron sometidos nuestros seres queridos. Y no saber dónde están, no saber lo que hicieron con ellos”.

    Al cerrar su declaración, María recordó a las 4 mujeres que mencionó al principio así como a su mamá Ofelia. Dejó testimonio de que el horror persiguió a su madre hasta sus últimos días y mostró una fotografía de sus manos que “amorosamente las cuidó en medio del horror”. “Estoy aquí hablando en nombre de ella también” aseguró María.