Reseña de la audiencia del 31 de agosto de 2021

    AUDIENCIA 038 – 31 DE AGOSTO DE 2021

    En la trigésimo octava audiencia del debate oral con modalidad virtual del Juicio Brigadas Banfield, Quilmes y Lanús, escuchamos la declaración testimonial de Lautaro Lafleur, Laura Lafleur y Patricia Eva Rinderknechet.

    El primer testimonio de la jornada fue el de Lautaro Lafleur, hijo de Gustavo Horacio Lafleur Picarel, militante peronista, perteneciente a la organización Montoneros. Gustavo fue secuestrado el 10 de noviembre de 1976, de su casa en Calle Merlo 470 de la localidad de Castelar. Al momento del secuestro de su padre, Lautaro tenía 6 años; esa noche, lo encerraron en su habitación junto a su madre, Elena Lapin, y su hermana de 2 años.

    Gracias al testimonio de Horacio Matoso supieron que Gustavo estuvo en la Brigada de Investigaciones de San Justo y en Avellaneda, en la Brigada de Lanús. Según relató Lautaro, toda la información que lograron recabar a lo largo de los años, surge de la declaración de este sobreviviente.

    La Querella de Justicia Ya La Plata, le consultó por el apodo de su papá y explicó que le decían “Tato”. También le preguntaron por la vida después del impacto del terrorismo de estado y, según expuso, los años que siguieron fueron difíciles de explicar: “Fue crecer sin mi padre”.

     

    El segundo testimonio de la audiencia fue el de Laura Lafleur, hija menor de Gustavo Horacio Lafleur, quien estuvo detenido en el centro clandestino El Infierno, o la Brigada de Investigaciones de Lanús y continúa desaparecido. Era conocido por muchos como “Tato” o “Chicho”. Al momento de su desaparición tenía 32 años y era de los “mayores” en el ámbito de la militancia. Desde su juventud había militado en el peronismo y en 1976 formaba parte de Montoneros. “Lo que más le gustaba era la política. El clima de época también era ese tipo de lucha, la lucha armada”. Laura también detalló que Gustavo era maestro mayor de obras, además como parte de la militancia trabajó como obrero de una fábrica. 

    Ella tenía 2 años cuando secuestraron a su papá de su casa en Castelar. Relató que para el 10 de noviembre de 1976 la familia había regresado a su hogar después de unos días de ocultarse, porque habían secuestrado a varios compañeros de su papá. Sobre esa noche detalló que un grupo de personas armadas irrumpió en la casa y los encerraron durante varias horas, a su hermano y a ella, en la pieza donde dormían. A su mamá la dejaban entrar cada tanto. A su padre se lo llevaron y no supieron nada más en todo ese tiempo. 

    Luego de esa situación, se fueron a vivir a la casa de sus abuelos, mientras su mamá trataba de conseguir información y buscaba a su padre. Todo lo que pudieron reconstruir fue gracias a los testimonios de los sobrevivientes, en particular de Horacio Matoso y de Nilda Eloy. Matoso les contó que Gustavo llegó a “El Infierno” con un grupo de detenidos que venían de la Brigada de San Justo: Rizzo, Jaramillo, Chidichimo, entre otros. En esas declaraciones Horacio Matoso también detalla las terribles condiciones de detención. Otra información que recibieron de un ex detenido cuando viajaron a Europa en 1979 fue que finalmente Gustavo había sido asesinado.

    La testimoniante consideró que lo que más podía aportar es lo que le generó todo este relato de la ausencia del padre: “Yo era muy chiquita, casi no tengo recuerdos pero se genera un vínculo afectivo. Para alguien de dos años es muy difícil de explicar que alguien desaparece”. Es decir, los hijos y las hijas aportan con su testimonio la experiencia de cómo vivieron esa ausencia inexplicable, el no poder tener una explicación, un cierre, una despedida. Recién a sus 30 años pudo empezar a conectarse con lo que significó tener un padre desaparecido y empezó a preguntarse qué había pasado: “Espero saber qué pasó, cómo vivió sus últimos meses de vida, cómo se murió, dónde está su cuerpo, qué pasó. Esto es lo que espero cuando doy mi testimonio, cuando vengo a un juicio como este”.

    A partir de las preguntas de la fiscalía explicó que uno de los compañeros que detuvieron antes que a su padre le decían el “Gordo” Luis y aún continúa desaparecido. También detalló que su mamá y sus abuelos hicieron varios Habeas Corpus. Su abuela paterna incluso le escribió a Videla; resaltó que ella tuvo una vida muy difícil, fue parte de Madres de Plaza de Mayo, pero tuvo que dejar su militancia. Por otro lado, su mamá falleció el año pasado, pero hasta ese momento declaró varias veces y militó en la búsqueda de Gustavo. Ella tuvo un encuentro con Horacio Matoso. Siempre estuvo en contacto con los familiares.

    A raíz de la pregunta sobre cómo fue su vida desde ese momento la testimoniante dijo: “El recuerdo que yo tengo es ser como rara, porque no tenía papá”. Con la democracia, tenía la fantasía de que su padre la iba a ir a buscar a la salida de la escuela. Para ella era difícil “cuando había que completar en un formulario “Ocupación del padre” yo ponía “desaparecido”. Era como una bomba de humo”. Cuando quiso ser madre, fue cuando pudo preguntarse y hacer el duelo por la desaparición de su papá. Expresó que estos juicios son importantes para ese proceso de duelo de las personas “que quedamos”, y a su vez la importancia de que puedan participar los hijos en estos procesos. Al finalizar su testimonio mostró el pañuelo que fue de su abuela, y pidió “que se haga justicia”. 

     

    El tercer testimonio de la audiencia fue el de Patricia Eva Rinderknechet. Ella nació en Uruguay y, luego del golpe de 1973 en su país, se exilió en Argentina por la persecución que recibieron las organizaciones estudiantiles donde militaba. En este país trabajó en Emaús, una fundación social católica -no de la Iglesia- con distintos proyectos de beneficencia. Allí se desempeñó como ayudante de Liliana Corina Yoli, a quien todos conocían como Corina; una asistente social de General Rodríguez, muy cerca de Luján. Al darse cuenta que no iba a poder volver a Uruguay, revalidó su título secundario y comenzó a estudiar en un profesorado de enseñanza primaria en Capital Federal. Vivía con otres compañeres uruguayes en Ituzaingó pero Corina la invitó a vivir con ella en un departamento que era de sus padres para que le resulte más fácil estudiar y trabajar en Capital. Eran muy cercanas, no solo se llevaban bien sino que Patricia conocía y frecuentaba a su familia. Patricia tenía 22 años y Corina 30.

    El 24 de agosto de 1976, volvió al departamento que compartía con Corina en Arenales al 2800 a las 9 de la noche y no bien abrió la puerta se le tiraron encima, la golpearon y le cubrieron la cabeza. Allí ya se encontraba Corina, las pusieron juntas contra una pared. Eran al menos seis, las insultaron e interrogaron durante horas mientras destruyeron la casa, les preguntaron por “Cora” pero en su momento Patricia no sabía de qué estaban hablando. En un momento llegó otro amigo de Corina, Rubén Calatayud, y lo retuvieron junto con ellas. 

    Cerca de la medianoche los sacaron a los tres del departamento y los metieron en un auto con las cabezas entre las piernas. El viaje no fue de más de una hora pero sintieron que estaban saliendo del centro de la ciudad; al llegar no había ruidos, ni movimientos urbanos y sintieron “olor a campo”. Escucharon golpes de algo metálico contra lo que parecía ser una cadena y pudieron identificar que estaban abriendo un portón. A Patricia la metieron en un baúl durante horas con las manos fuertemente atadas detrás de la espalda. En un momento escuchó gritos y era Rubén que también lo habían encerrado en el baúl de otro auto y gritaba que se asfixiaba. Pasadas las horas la sacaron de ahí y la llevaron a una casa, “estaba bastante tranquilo el ambiente”, allí la sometieron a tormentos, amenazas e interrogatorios en relación a su militancia y a “quiénes conocía”. “Yo tenía mucho miedo pero por suerte no sabía nada (…) no tenía ninguna información para dar porque no conocía la militancia de Corina”. La pregunta más importante que le quedó grabada fue “¿dónde está Cora?”. En la puerta pudo ver a alguien, que cree recordar que tenía uniforme de policía y un arma larga.

    Al día siguiente la sentaron en un sillón en otra habitación donde llevaron también a Corina. Le dijeron “Vos uruguaya, ceba mate” y le quitaron lo que le cubría la cabeza. Así fue como pudo ver a quien le había hablado: un señor de unos cuarenta años, muy arreglado, el cual le dio la impresión de ser militar y no policía. Esta persona se sentó atrás de Corina para interrogarla, no la sometieron a torturas en ese momento pero estuvieron mucho tiempo. Según explicó Patricia, se notaba que el hombre tenía información, la trataba de manera muy despectiva y Corina le respondía, incluso discutía. Las preguntas eran sobre su militancia previa al 74, en Rodriguez, antes de que se mudara a Capital; ella había tenido una militancia peronista muy activa en ese lugar. En ese momento la acusaron de que en los campamentos que hacía el Emaús con estudiantes secundarios en el interior del país, estaban adoctrinando guerrilleros, “les lavaban el cerebro e inculcaban ideas subversivas”.

    En un momento alguien gritó que no había agua y le respondieron que en esa zona no había agua corriente, que tenía que buscar el motor que activaba la bomba para sacarla del pozo. Eso le dio la pauta a Patricia de que estaban en una zona alejada, de casas quintas, casas vacías de fin de semana. Le pareció que la habían “tomado” hacía poco porque no la conocían bien y reconoció que era una casa “buena”. En otra ocasión la llevaron al baño y también le destaparon los ojos, pudo ver a un muchacho joven, que le pareció de clase media alta, acomodada, llevaba un gamulán y tenía ojos claros. Esos agentes que estaban en la casa, estaban todos de civil.

    Alrededor de las siete de la tarde de ese 25 de agosto, las subieron nuevamente a unos autos, todos particulares aunque cree recordar que era un Falcon, y sintieron que las trasladaron por unas calles de tierra durante 10 o 15 minutos. Cuando frenaron la empujaron a Patricia del auto y sintió que de otro auto empujaron a alguien más: era Rubén. Les tiraron sus documentos y algo de plata y les advirtieron que esperaran para irse. Cuando sintieron completa calma empezaron a caminar, trataron de identificar alguna casa pero no encontraron ninguna. Era un descampado con muchos árboles y a lo lejos pudieron ver una ruta. Allí encontraron una parada de colectivo y cuando preguntaron dónde estaban les dijeron que era la ruta 202 que conecta San Miguel de Moreno.

    Se tomó un micro a Moreno y de allí se subió al tren hasta la casa de sus amigos uruguayos. Enseguida se contactó con la familia de Corina y así se enteró que la habían ido a buscar primero a General Rodriguez. Presionaron a los padres hasta que confesaron su dirección y, a pesar de que les habían ordenado permanecer en la casa, el hermano mayor de Corina que era abogado, Juan Carlos Jolie, partió para Buenos Aires a avisarles. Cuando llegó ya los habían llevado pero todavía había agentes y a él lo dejaron encerrado en el baño. Cuando los vecinos lo sacaron, Juan Carlos se enteró de los detalles del operativo por los testimonios del portero y otros testigos.

    Juan Carlos presentó un Habeas Corpus y alrededor del 10 de septiembre de ese mismo año Corina apareció. Contó que la habían liberado por la zona de Dock Sud junto a su amigo Eduardo Cora, la persona por la que le habían preguntado sin cesar a Patricia. Corina también detalló las condiciones severas y tortuosas de los 15 días del cautiverio. Supieron donde estaban porque pasaba un avioncito promocionando un circo de la zona sur, en Avellaneda. A raíz de las declaraciones en este juicio pudo confirmar que ese lugar era la Brigada de Investigaciones de Lanús con asiento en Avellaneda, El Infierno.

    Sobre las consecuencias del secuestro en sus vidas, Patricia explicó que tuvieron muchos momentos de pánico. Ella no pudo volver al departamento de Arenales y Corina se sentía perseguida, en la calle siempre tomaba rutas extrañas, la habían amenazado para que no vuelva a Rodriguez por lo que visitar a su familia se volvía muy complicado y la policía se quedó con su auto. Sin embargo, de a poco fueron reconstruyendo sus vidas, cuando Patricia se casó con su compañero Hernán, Corina fue su testigo; durante la audiencia mostró una foto de ese día, resaltando que para el afuera Corina “siempre se mostró muy alegre”.

    Patricia quiso dejar asentado que su secuestro tuvo que ver con la búsqueda y persecución de Corina, y en particular relacionó su testimonio con la reconstrucción de las historias de las víctimas de General Rodríguez. Explicó que Corina falleció hace varios años a causa de un cáncer muy difícil y que ella nunca había testimoniado. Quien sí había declarado ante la Conadep fue Eduardo Cora, que afirmó que el 25 de agosto cuando lo secuestraron junto a su esposa, Corina estaba en el baúl del auto en el que se los llevaron.

    Por solicitud de las querellas amplió la información que tenía sobre Eduardo y Rubén. El primero se fue a vivir a Neuquén junto con su esposa durante varios años. El segundo era cura y luego del secuestro volvió con los misioneros vicentinos y trabajó en un colegio en Escobar pero luego se perdieron el rastro.

    Al final de su testimonio Patricia recordó a Corina como una persona muy activa y creativa. Con ella fue sumamente solidaria al invitarla a vivir a su casa y claro que tiene un gran recuerdo de ella. En relación a su vida después del secuestro Patricia contó que fue docente durante 30 años y nunca dejó de participar en Derechos Humanos: “es muy importante que no haya impunidad, que se sepa la verdad (…) que todo el pueblo sepa su destino y que los que hicieron estas cosas sean castigados”. Agradeció a quienes hacen posible estos procesos de justicia, los organismos, a todos los testigos y a la sociedad.