Juicio Brigadas Banfield Quilmes Lanús. Reseña Audiencia 97

    “Hay que detectar cuando se empieza a gestar el terror”

    Laura Vassena Zavalla, hija de Raúl Félix Vassena, trabajador peronista secuestrado en noviembre de 1976 y desde entonces desaparecido, advirtió con esas palabras sobre las consecuencias que puede generar el negacionismo y la violencia política que alientan sin cesar desde la derecha en nuestro país.

    “Hay gente que inocula en el sentido común con comentarios fascistas, sin sancionar el negacionismo. Es más tuvimos un ex presidente que decía que teníamos que acabar con el curro de los derechos humanos (… ) Y el Estado

    tiene que velar” por los avances que en ese sentido ha hecho la sociedad argentina, sostuvo la testigo que declaró el martes ane el Tribunal Oral Federal Nº1 de La Plata en la audiencia número 98 del juicio por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de la Bonaerense en Banfield, Quilmes y Lanús.

    Al cumplirse este año 40 años de democracia, y este viernes 47 años de la tragedia desatada para miles y miles de familias a raíz del cruento golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, Vassena Zavalla llamó a “detectar tempranamente cuando se instala algo que puede dar lugar al horror que viene después”.

    “Hay que estar atentos. Es imprescindible que se siga investigando a los militares pero tambien a la pata civil y a la Iglesia”, sostuvo. “Simplemente quiero decir que Nunca más sea nunca más’. Hay que detectar cuando se empieza a gestar el terror”, afirmó al cabo de su declaración en la cual contó lo poco que pudo reconstruir de forma casi “artesanal” sobre el secuestro y desaparición de su padre.

    Laura reclamó al Tribunal y a la Justicia por “la apertura de archivos para saber qué pasó, porque ‘esas lagunas’ son las que impiden que yo pueda” conocer lo ocurrido, enfatizó e inclusive puso como ejemplo, el hecho de haberse enterado “hace 15 días (…) que mi papá había estado no sólo en el Vesubio (CCD) sino también en ‘El Infierno’, aún cuando está en el municipio de Avellaneda, que es donde resido”.

    “Acá va mi pobre caudal de información”, dijo antes de brindar las pocas precisiones que pudo recoger en estos años, donde el silencio en el seno familiar, con sus hermanos, criados por sus abuelas maternas y paternas y una madre a la que culpaban por haber elegido a ese hombre, hizo el resto.

    “Mi papá salió a arreglar una bicicleta, el 22  de noviembre de 1976 y no volvió más. Ese fue el fin de la historia”, dijo al Tribunal, para resumir de alguna manera los pocos datos que tiene para armar el rompecabezas de aquel año, cuando ella sólo tenía 3 años.

    Raúl Félix Vassena de 35 o 36 años, vivia con su segunda pareja Estela María Zavalla, con quien había tenido dos hijos. Tenía un hijo de un matrimonio anterior.

    “Mi mamá estaba embarazada. Yo tenía 3 años cuando mi papá no volvió a los dos días, o día y medio o una semana (…) Nos refugiamos en casa de alguien en Ramos Mejía no conocido porque ir a la casa de mis abuelos o amistades, era peligroso”, explicó. “Mi abuela materna la culpaba a mi mamá de lo ocurrido y de haber elegido a mi papá y a la lucha”, contó.

    Fue su mamá quien hizo la denuncia sobre la desaparición de Raúl ante la CONADEP. “Pasados 20 años me contactan del EAAF (Equipo Argentino de Antropología Forense) para ver si podiamos aportar algo para hacer un cruce. Mi mama habia muerto hacía 6 años”.

    Fue así, que tuvo acceso a la causa judicial abierta por los delitos perpetrados en el centro clandestino de tortura y exterminio El Vesubio. Allí “se relata algo más después de llevar a arreglar esa bicicleta”, aseguró antes de precisar que su papá “era ingeniero químico. ¡Dicen que era un tipazo! Trabajó en Nobleza Picardo y sabemos que militó en la Juventud Peronista y en Montoneros”, afirmó.

    Laura Vassena Zavalla contó que nunca militó, si se sumó a HIJOS, ni quiso ser querellante. Fue difícil reconstruir la historia personal. Sin embargo el martes agradeció a las querellas y a la Fiscalía por su trabajo de investigación y de búsqueda de familiares de víctimas del genocidio.

    “Es importante para mí saber que hay un Estado, una red cuando los familiares no podemos y no queremos saber” lo ocurrido agobiados por los miedos, bloqueos, temores y hasta problemas de salud, admitió.

    Cuando la contactaron desde la Fiscalía y de los equipos de acompañamiento “me pregunté para qué querían que fuera testigo”. “Sí tuve una infancia fea, de mierda”, afirmó. “¿Cuándo se decreta que una persona murió? ¿Cuándo mi mamá decidió que mi papá no iba a volver, que no estaba trabajando lejos?”, agregó, recordando aquellas reflexiones movidas por la angustia de la infancia y la adolescencia.

    El dolor de la hermana secuestrada frente a sus ojos

    Silvia Fernanda Gallart tenía 25 años, estudiaba Letras en la UBA y militaba en la Juventud Peronista. Fue secuestrada el 3 de julio de 1976 a las tres de la tarde en la casa familiar, tipo casa quinta, ubicada en las afueras de General Rodríguez. Del secuestro fueron testigos Ana Gallart, que tenía 18 años de edad y su segunda hermana, Mónica, de 22.

    Esa tarde estaban las tres hermanas en la casa y la empleada de la casa. Sus padres habían salido. les llamó la atención la irrupción de un auto del que bajaron cuatro hombres vestidos de civil, con pañuelos en la cara, borceguíes de tipo militar y armas largas.

    “Rompieron la cerradura a los golpes. Era el terror (…) Nos preguntaron los nombres. Me pusieron un arma que tiene como un cuchillo en la punta, me lo pusieron en la garganta. Sentía que la estaba denunciando al decir mi nombre”, contó el martes Ana al Tribunal, con la voz ya entrecortada por la angustia de aquel recuerdo.

    Escuchó cuando lastimaron al perro que intentó cuidar a su hermana Fernanda y “lo último que escuché fueron los gritos de Fernanda cuando se la llevaban, gritando mamá”, aseguró antes de reflexionar en voz alta sobre los “extraños mecanismos de la memoria”.

    Contó entonces que hcian hace un tiempo la contactaron del equipo de acompañamiento, pensó que esta declaración sería “un trámite que iba a poder hacer”, pero –confesó- “aunque hayan pasado más de 47 años, la emoción vuelve. Yo tenía 18 años”, dijo y agregó: “es más larga la ausencia que la vida de mi hermana”.

    Tras la llegada de sus padres aquella tarde, su madre sentenció: “yo a mi hija no la veo más”. Como el padre de la familia Gallart era gerente de la empresa láctea Mastellone, cuando vino la policía pensaban que era un secuestro económico o un robo.

    “Ese día  a la noche mis padres se enteraron de que no había sido un secuestro comun”, recordó antes de asegurar que la familia Mastellone “siempre estuvo a disposición nuestra”.

    Y aunque ella pudo salir de su casa para seguir estudiando, situación que la ayudaba emocionalmente, “lo más terrible fue el dolor de mis padres. El llanto de mi madre todas las mañanas”, agregó.

    Las visitas quincenales al Ministerio del Interior y hasta una a la casa del titular de esa cartera, Albano Harguindeguy, fueron en vano.

    “Pasaron los meses, los años, la vida de cada uno como pudo. Mi padre murió a los 10 años exactamente de la desaparición de Fernanda. Mi padre murió de tristeza y mi madre tuvo más fortaleza, pero a los 65 años inició la enfermedad de Alzheimer y nunca más recordo. Murió a los 84 años. Nunca más la nombró, nunca más la recordó”, insistió.

    Por charlas con el fallecido Emilio Fermin Mignone, uno de los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), supieron que quizá Fernanda podía haber muerto en unos acontecimientos ocurrido cerca de Escobar.

    Y por triste que parezca, el único “consuelo” de la familia era saber que al ser epiléptica, “era muy difícil que (Fernanda) hubiera resistido una tortura eléctrica”, según les explicaba el neurólogo.

    Blanquita

     “Blanquita era buena hija, buena hermana, buena cuñada. Se preocupaba mucho por los alumnos que tenía donde era maestra. Era una piba genial, genial. Ayudaba mucho a su madre porque tenía hermanos mellizos. Los padres eran españoles y estaban solos acá. Eran de Vitoria (País Vasco). Ella trabajaba en una escuela en Villa España”, así describió Mónica Beribey a su cuñada, Blanca Ortiz de Murua, secuestrada el 28 de octubre de 1976 en su casa materna en Berzategui.

    Se habían conocido cuando Mónica se puso de novio con Santiago, uno de los hermanos de “Blanquita”, allá por el 74.

    La noche del secuestro ella y Santiago ya estaban casados y esperaban su primer hijo. Esa noche había un partido entre Argentina y Perú, pero pese a la costumbre de verlo en la casa donde vivían Blanca y sus padres, se quedaron en el centro de Berazategui.

    Sus suegros les contarían al dia siguiente que entrada la noche habían escuchado ruidos de coches. Que Blanquita “saltó un tapial y después otro”, que estuvo un rato en la casa de un vecino pero cuando salió a un pasillo del barrio de dúplex, “la agarraron y la metieron en un coche”. Al día siguiente, “unas vecinas me dijeron que había tres coches Falcon y que la metieron en el del medio, en el piso, y que después subieron tres hombres en el asiento de atrás”.

    Ante el Tribunal, Mónica, al igual que otros testigos en audiencias anteriores, confirmaron que Blanca estaba de novia con Lucho, en realidad Luciano Cayetano Scimia, con quien tenían previsto casarse. Pero al mes del secuestro de Blanca, Lucho corrió la misma suerte.

    El hermano de Blanca, José Santiago Ortiz de Murua, también declaró el martes.

    Dos sobrevivientes

    Juan Velázquez Rosano, nacido en Montevideo (Uruguay) fue secuestrado el 18 de febrero de 1977 a la madrugada de su casa de Florencio Varela, donde vivía con su mujer y sus cuatro hijos, Celia Lucía (13 años), Juan Fabián de 8, Verónica Daniela de 5 y Silvina que tenía apenas un mes.

    Unos 12 militares, diciendo ser del Ejército. “Entraron a la casa, rompieron la puerta, la ventana, empezaron a golpearme para que prendiera la luz. Fue un desconcierto total”, aseguró.

    Se lo llevaron a él y a su esposa, Elba Lucía Gándara, quien permanece desaparecida. También secuestraron a su sobrino, Eduardo Oley Velázquez. A ella la soltaron. Al chico lo asesinaron, según supo.

    “Nos empezaron a interrogar para saber si pertenecíamos al grupo según ellos de los Tupamaros o de los Montoneros. Yo nunca estuve relacionado. No los conocía”, aseguró este hombre que entonces trabajaba en .

    Recordó que lo subieron en el baúl de un Ford Falcon y lo llevaron “a un campo de concentración que le llamaban ‘El Infierno’”. Lo golpearon varios días. A ella la mojaban y la torturaban.

    Al cabo de dos semanas, lo trasladaron a Puente 12, en Camino de Cintura y Ricchieri, donde estuvo dos meses.

    Nunca más supo nada de su esposa ni de su sobrino.

    Raúl Esteban Santos fue secuestrado en el bar en el que trabajaba. El martes no recordó ni la fecha ni el año con seguridad, 1976 o 1977. “Yo tendría 30 y algo de años”, dijo, antes de afirmar que militaba en la Juventud Peronista.

    Estuvo allí 17 días. Junto con otros dos muchachos, los iban a trasladar al Pozo de Banfield, pero al parecer estaba “sobrecargado”. Entonces los liberaron. A las otras dos víctimas las identificó como Mugica y Pablo Quiroz.

    Después de aquel secuestro se escondió en Córdoba.

    “Cuando volví, tuve que cerrar la boca”, sostuvo de forma concluyente sobre el temor que se cernía sobre buena parte de la sociedad.

    Por Gabriela Calotti

    Las audiencias pueden seguirse por los canales de La Retaguardia y La CPM.

    Más información en el Blog de Apoyo a Juicios UNLP

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