Reseña de la audiencia del 21 de septiembre de 2021

    En la cuadragésima primera audiencia del debate oral con modalidad virtual del Juicio Brigadas Banfield, Quilmes y Lanús, escuchamos la declaración testimonial de Claudia Gorban y Silvia Gorban, quienes permanecieron detenidas-desaparecidas en la Brigada de Lanús con asiento en Avellaneda a fines de noviembre de 1976.

    La primera testimoniante de la jornada fue Silvia Gorban quien comenzó su declaración relatando las circunstancias de su secuestro. En el mes de noviembre de 1976, estando embarazada de siete meses, una patota de alrededor de 25 personas con las caras tapadas irrumpió en su domicilio en horas de la madrugada. En una habitación estaba su hijo de dos años junto con la niñera y su hija, también de dos años. Revolvieron todas sus cosas, la hicieron cambiar sin ninguna intimidad, a ella y a su marido, Osvaldo Enrique Lapertosa, les ataron las manos y les vendaron los ojos. La empujaron por las escaleras cuando quiso preguntar a dónde los llevaban y la subieron a un vehículo que años después pudo reconocer como una camioneta de la Policía cuando sintió el ruido particular del cierre de las puertas. Perdió contacto con su esposo que fue llevado en otro vehículo.

    En un momento pararon en un descampado, le preguntaron por su hermana, Claudia Gorban y por Ramón Lucio “Moncho” Pérez. Ella sabía que a Moncho lo habían secuestrado dos semanas atrás y en su domicilio no encontraron a nadie, acto seguido se dirigieron al domicilio de sus padres donde vivía su hermana. El camino que tomaron luego del secuestro de Claudia fue por avenida Pavón, en Avellaneda, por lo que supuso que el lugar al que los llevaron era en esta localidad. En el 2006, en La Plata, le mostraron algunos lugares para tratar de identificar en qué centro clandestino habría estado y así confirmaron que fue en Avellaneda.

    Los llevaron a un lugar que parecía una comisaría, se escuchaban las vías del tren, las campanas de una escuela y un piletón con una gotera. Estaba en una celda con su marido, al que reconoció por el ruido de sus chancletas, y pudo saber que su hermana se encontraba en el mismo sitio. Además había al menos 15 detenidos más, las celdas eran pequeñas, individuales o de dos personas. Recordó a Pablo Musso, un chico del que no supo el nombre que tuvo un ataque de asma, no recibió atención y cree que falleció ahí mismo y otro joven que se identificó solamente como amigo de “la flaca”. Estuvieron detenidos 30 horas aproximadamente: les dijeron que era un error, que iban a soltarnos pero que no podían mudarse ni tratar de irse porque iban a ser vigilados. Hizo hincapié en que a ella no la sometieron a tormentos físicos pero sí lo hicieron con Osvaldo: “son esas cosas que poco se hablaron y que 40 años después todavía cuesta traer a la memoria”. A ambos los interrogaron, los amenazaron y les hicieron simulacros de fusilamiento; todo esto suponía una tortura aún mayor considerando que en su casa había quedado un niño de dos años.

    Cuando los liberaron los dejaron a dos cuadras de su domicilio, los vecinos no querían abrirles la puerta por miedo; solo uno los recibió y les permitió contactarse con la familia de Silvia para que los vayan a buscar. De todas maneras, la casa de sus padres no era segura porque su hermana seguía desaparecida. Terminaron en la casa de sus suegros e intentaron seguir con sus vidas, ella estudiando medicina en la UBA y él trabajando en la fábrica Basa. Sin embargo, luego del nacimiento de su hija también los fueron a buscar a ese domicilio y debieron mudarse una vez más.

    El operativo en su casa lo relacionó con que 20 días antes del secuestro habían interceptado a su marido cuando volvía del trabajo, tenía el documento medio borroneado por haberlo lavado con la ropa, algunas revistas del Che y su carnet de afiliación al PC. Lo encontraron en la Comisaría de Valentín Alsina, cuando visitaron este lugar en el marco de sus averiguaciones vieron que su nombre figuraba en una lista junto con el de Néstor Pradeiro y otra persona de apellido Pereira: ninguno se encontraba legalmente detenido en ese lugar. Cuando demandaron ver a Osvaldo, les dijeron que la Comisaría dependía de La Tablada: fueron a ese lugar y los llevaron con el responsable, el teniente Minicucci. Cuando le preguntaron por qué Osvaldo estaba detenido ilegalmente, mostró su portafolio y lo que allí habían encontrado pero dijo que lo iban a liberar. Su conclusión es que como no pudieron desaparecerlo en la Comisaría, volvieron a buscarlos a su casa.

    En relación a otras instancias de persecución y violencia hacia su familia además del secuestro de su hermana Claudia, la testimoniante explicó que también detuvieron a su madre, que trabajaba en el Sanatorio Güemes. Silvia terminó su testimonio diciendo: “ojalá esto llegue a buen fin y se haga justicia, por los que no están, por los que todavía extrañamos y para que esto nunca más vuelva a suceder en el país”.

    El segundo testimonio de la jornada fue el de Claudia Gorban, hermana de Silvia. Claudia era estudiante de Administración de empresas en la Universidad de Lomas de Zamora, previamente había estudiado dos años en La Plata. En el año 1974, a través de su madre, le llegó una convocatoria de la Embajada de Cuba que estaba buscando personal administrativo de confianza; en su familia había una tradición de militancia en el Partido Comunista muy fuerte, sus padres habían fundado una institución emblemática en Lomas, el Ateneo Popular de cultura. En ese entorno militante se afilió al PC a sus 14 años, explicó que siempre militó, tanto en el secundario como en la Universidad. Por esta razón también hizo referencia a una historia de persecución a su familia, por ejemplo un allanamiento en su casa durante 1970 que terminó con la suspensión de la matrícula de médico de su padre, Luis Gorban, durante seis meses o una oportunidad en la que tuvo que declarar en Coordinación Federal a sus 15 años: “vivíamos con miedo, con el compromiso militante pero asumiendo que en cualquier momento nos mataban”.

    Ingresó a trabajar en la Embajada como asistente de contaduría en la oficina comercial -que se encontraban en el Edificio Pirelli, en Retiro-, y al poco tiempo se convirtió en la asistente del agregado comercial Jesús Pontefort, quien manejaba los contratos de importación en Cuba de todo lo que era transportes. Ella participaba de la firma de contratos con empresas automotrices para exportar desde Argentina autos, camiones, tractores, estudios de factibilidad portuaria: “Como militante comunista que era, la posibilidad de sentir que estaba contribuyendo a la Revolución Cubana me honró y me honra hasta el día de hoy”. A raíz de las preguntas de la querella, más adelante en la audiencia, Claudia detalló cuáles eran las empresas con las que negociaba: Fiat de sus distintas divisiones, Peugeot, General Motors, Ford, Mercedes Benz, Astillero Forte, Prati Vázquez e Iglesias. En la oficina conoció a Ramón Lucio Moncho Pérez y a otros compañeros que estudiaban en la Universidad de Lomas de Zamora y eso la llevó a inscribirse allí en 1975: “nuestra vida era encontrarnos en la estación de Lomas, colgarnos en los vagones, íbamos a trabajar hasta las seis de las tarde y volvíamos a estudiar”.

    Una situación que les preocupó mucho luego del Golpe fue que obligaron al personal de las embajadas a registrar sus datos personales en Cancillería. En junio de 1976 secuestraron a dos cubanos y a una empleada argentina que trabajaban en la Embajada y empezaron a preocuparse, sin embargo Claudia afirmó: “teníamos una misión importante y no nos cuestionábamos en ese momento la posibilidad de irnos”. Hasta que el 9 de noviembre secuestraron de su domicilio en un operativo de fuerzas conjuntas a Moncho Pérez, “empezó la búsqueda, la bronca e incertidumbre, nos faltaba uno del grupo” declaró Claudia. Su jefe, el agregado comercial, había regresado a Cuba y se había tomado la decisión de que ella tuviera el poder de firmar los contratos y llevar las cuentas de las empresas implicadas: “Yo tenía 21 años y todavía hoy me cuesta entender la responsabilidad tan grande que me habían dado”. Su jefe le mandó una carta dos días antes de su secuestro diciéndole la preocupación que le daba el secuestro de Moncho pero afirmando la importancia de la tarea revolucionaria que estaban sosteniendo.

    La noche del secuestro, el 25 de noviembre de 1976, se despertó con un operativo ya desplegado en su casa, en su habitación, y les dijo que sabía que la estaban buscando. Recordó que estaba en la habitación con su hermanito de 8 años que se hizo el dormido aunque Claudia pudo reconocer el miedo en su cara. También estaba con ellos la empleada doméstica que, con mucho coraje según rememoró Claudia, la ayudó a vestirse poniendo su cuerpo entre el de ella y los secuestradores. Por último, pudo recordar la mirada de su padre cuando la sacaron por la puerta de entrada, atemorizada pero dándole fuerzas. Sobre el traslado en auto Claudia declaró: “Yo iba muy serena, tan serena que tuve la osadía de pedirles un cigarrillo. No sé dónde pensé que me llevaban. Me dijeron “¿dónde crees que estás?” y me metieron la cabeza entre los asientos”. Explicó que fue siguiendo el camino mentalmente, reconociendo las calles de su ciudad hasta que se desorientó. Sin embargo, puede recordar que la dirección que tomaron fue hacia el lado de Lanús y Avellaneda.

    Cuando llegaron a destino, escuchó un portón metálico abriéndose, la bajaron del auto ya vendada y sintió que la llevaron por un pasillo. Le preguntaron su “alias o nombre de guerra”, ella les quería explicar que no tenía y terminó contando que de chiquita en su casa le decían Calina. Le preguntaron mucho sobre Moncho Pérez y ella les contó lo que sabía sobre su secuestro. Recuerda que estaban llenando una ficha o algún documento personal, le preguntaron algunos otros datos sobre dónde trabajaba y estudiaba. Cuando escuchó los nombres de su hermana y de su cuñado empezó a desesperarse, no entendía por qué estaban ahí y eso le generó mucha angustia: Silvia estaba embarazada de siete meses y Osvaldo recién había sido liberado.

    Los pusieron en calabozos distintos, su hermana y su cuñado por un lado y por el otro ella con otras dos chicas. Empezaron a intercambiar nombres entre detenides, Claudia preguntaba siempre por Moncho y le dijeron que había habido alguien del PC hacía alrededor de 15 días pero no se llamaba así; pensó que podría haber sido el abogado Baldomero Valera de La Plata, que tenía su estudio en Avellaneda. El único nombre que pudo recordar fue el de Pablo Musso, porque lo había conocido en una marcha de la Universidad de Lomas a comienzos del 75 cuando él tocaba la guitarra y cantaba al frente de la columna: “saber que en ese lugar había alguien que uno conocía era una conexión importante. Creo que todos los que me dijeron los nombres después pasaron a un lugar secundario, no les pude prestar atención”. Los únicos apodos que quedaron por siempre en su mente fueron los de “Chiche” y “el Abuelo”. Explicó que las dos chicas que estaban con ella en la celda eran de La Plata, e insistió en que no recordó sus nombres en el momento pero que pudo identificarlas muchos años después. Lo mismo sucedió con otro chico platense, estudiante de medicina, que había en un calabozo cercano.

    También hizo mención de un joven con una respiración pesada, claramente asmático, que nunca recibió atención médica; sus compañeras de celda le contaron que cuando fue secuestrado había sido recién operado del apéndice y cuando llegó había tenido un ataque de asma. Claudia explicó que, aunque no sabe con exactitud cuántos días estuvo o el orden de las cosas, recuerda que un día durmieron sin esa respiración asmática característica y a la mañana siguiente el estudiante de medicina, que era compañero de celda de este joven asmático, les avisó que había fallecido: “pedía perdón porque no se había dado cuenta. Alguien propuso que recemos todos juntos un Padre Nuestro por el alma de este chico, yo soy judía, no sabía lo que era rezar un Padre Nuestro pero recé junto con todos ellos (…) debe ser el único Padre Nuestro que escuche en mi vida con tanto sentimiento y tanta emoción”. Llamaron a los guardias a gritos pero los ignoraron completamente a pesar de que ellos escuchaban sus pasos y conversaciones con claridad. Cuando finalmente fueron hacia ellos, los hicieron salir, sacaron el cuerpo arrastrándolo, baldearon las celdas y los volvieron a meter.

    Explicó que llevaron a su cuñado a interrogatorios, dijeron que lo iban a liberar, que eran rehenes y los habían secuestrado para encontrarla a ella, que era la “detenida peligrosa”. Efectivamente esa noche los liberaron. A Claudia también la interrogaron: explicó con detalle este momento, señalando que no la sometieron a tormentos físicos y que sintió movimientos raros mientras lo hacían, murmullos y cuchicheos, sintió que estaban nerviosos. Relató que en el momento decidió aferrarse a uno de los guardias porque imaginó que si tenía contacto físico constante con uno de ellos no iban a pasarle corriente eléctrica. Le preguntaron por sus tareas en la Embajada, si había visto a la familia Santucho, explicó que no, que ella trabajaba en la oficina comercial. Hicieron mención al domicilio que ella había registrado en Cancillería y eso le dio la pauta de que habían entrecruzado datos. Le hicieron algunas preguntas sobre la Facultad que le permitió ver que no sabían nada sobre sus actividades allí ni sobre quiénes eran sus compañeros. Cuando volvió a su celda sus compañeros estaban sorprendidos, desconcertados por el hecho de que a ella no la hubieran torturado. Claudia explicó que con los ojos vendados no podía dimensionar el estado físico de los otros detenidos.

    “Mi hermana, pobrecita, llamaba porque necesitaba hacer pis, para que la llevaran al baño”. Las chicas que estaban con Claudia en la celda le dijeron que tenía que hacer ahí mismo y le explicaron la mejor manera de hacerlo: “La chica que estaba conmigo era en todo momento así, guiar, acompañar. Como que conocía cada rinconcito de ese lugar”. Recordó esto como un ejemplo del compañerismo y la solidaridad. Asimismo explicó que había cosas que no terminaba de entender, explicó que se sintió muy estúpida algunas veces, como cuando preguntó si había otra cosa para tomar que no fuera mate cocido porque nunca le gustó. Su compañera de celda le dijo “toma lo que te dan que no sé cuando vas a volver a tomar algo” y ella de a poco tomó registro de la situación en la que estaban. Su compañera de celda y el estudiante de medicina fueron personas que tenían una fortaleza enorme para acompañar al resto entre todo lo que estaban viviendo.

    Un día la fueron a buscar, le dijeron que había tenido suerte, que gente importante había pedido por ella y que la iban a liberar. El mismo con el que ella había interactuado el día de su interrogatorio que reconoció por la intensidad de su perfume, le ofreció avisarle a la madre que estaba bien. También hizo mención al día de su interrogatorio, diciéndole que con lo fuerte que lo había agarrado del brazo le dejó doliendo la espalda. Además le ofreció algo para comer y quiso sacarle la venda. Recordó que le dio un sanguche que ella guardó para compartir con sus compañeros y que cuando le sacó la venda ella cerró los ojos y dijo que no quería ver nada, sintió que ese era su seguro de vida, que ver era un peligro. La testimoniante también relató que en una oportunidad la llevaron a bañarse, su compañera de celda que ella sentía que era “un hada madrina ahí adentro” le dijo que no se asuste y le explicó con detalle qué iba a hacer el guardia para que no se preocupara. Tal como le dijo su compañera, el guardia la llevó a bañarse, la miraba y la tocaba con sorpresa porque no había sido torturada.

    Sus compañeros se dieron cuenta que iban a liberarla y empezaron a darle datos para que pueda ubicar a sus familias pero fueron solo las personas de su zona. Explicó que el estudiante de medicina le dijo que su novia era de Lomas y ella reconoció su nombre porque se habían cruzado en el Ateneo Israelita; “el abuelo” le dijo que avise en un bar frente a la Universidad de Lomas; a la familia de Pablo Musso fácilmente iba a poder encontrarla. Pablo fue a despedirla antes de su liberación, hasta hace poco años le costó entender cómo pudo llegar a la ventana de su celda para ese intercambio: “abrió la ventanita de mi calabozo, asomó su cara por ahí, asomó su mano, me levantó la venda de los ojos para que yo pudiera verlo, lo miré, me costó reconocerlo porque tenía una barba negra muy tupida, muy crecida. Cruzamos la mirada a través de la ventanita, yo le acaricié la barba. Nos despedimos, le dije que se quedara tranquilo que yo iba a estar con su familia”.

    Cuando la subieron al auto estaba segura que era para matarla. La dejaron en la calle, le dijeron que no mire, y cuando abrió los ojos reconoció que estaba en una parroquia a unas cuadras de su casa. Recordó el reencuentro con sus padres, ese abrazo. Al día siguiente la llevaron a un control médico, había estado unos días pero adelgazó 10 kilos y tenía el sistema digestivo destruido. Quiso ir a la casa de la familia de Pablo, sus papás la llevaron y se encontró con que toda la familia Musso la estaba esperando. Les contó que lo vio, que estaba bien. Sin embargo supo que Pablo no apareció porque empezó a encontrarse con Norma, su madre, todos los domingos en la Plaza de Lomas y siempre iba a darle un beso y un abrazo. Tampoco aparecieron Moncho ni Valera.

    Recordó que tiempo después de su secuestro, encontró un ramo de flores muy grande, de la florería más conocida de Lomas, con una tarjeta escrita a mano que decía “Saludos, te deseo suerte, todavía me duele la espalda”. Está casi segura de que estaba firmada por “Tito”. En esa misma semana apareció alguien con una credencial de Presidencia de la Nación en su casa un día que estaba sola, la interrogaron de nuevo diciendo que estaba ahí porque gente muy importante se había preocupado por ella. Contó también que le pidió a sus padres que la lleven a la oficina comercial de la Embajada a despedirse de sus compañeros, le ofrecieron asilo en Cuba y le explicaron que las empresas automotrices con las que ella negociaba diariamente se habían contactado con el canciller y habían pedido por ella: “probablemente fue eso lo que me salvó. A mí, a Moncho no, no pudieron, no lo pudieron salvar”.

    En enero de 1978 secuestraron a su madre, Myriam Kurganoff de Gorban, del Sanatorio Güemes donde ella trabajaba. Iba a haber una visita internacional en la Liga Argentina por los Derechos Humanos y habían convocado a los familiares para que vayan a dar testimonio. Recordó estar allí, quebrada, contando y pensando que estaban sometiendo a su mamá a todo lo que ella había atravesado. Se encontró en esa oportunidad con la chica de la comunidad judía, cuyo esposo era el estudiante de medicina con quien había compartido cautiverio, ella le explicó habían logrado encontrarlo y liberarlo aunque no supo el nombre hasta hace pocos años.

    A raíz de las preguntas de la querella contó que en el año 1977 conoció a quien es su marido. Explicó que habían puesto una heladería y en una oportunidad, alrededor de 1979- 1980 vieron un operativo desplegarse y su marido fue llamado como testigo a la Comisaría de Banfield. Luego de eso, se acercó un miembro de la policía, explicando que había habido unas diferencias al interior de la fuerza y pidiendo si lo podían alcanzar a la Brigada de Investigaciones de Lanús, en Avellaneda. Lo llevaron en el auto y Claudia los acompañó. Pudo reconocer el recorrido, entrando en pánico, como ese que había hecho años atrás el día de su secuestro. Cuando llegaron vio el mismo portón metálico y no tuvo dudas de que había estado detenida-desaparecida en ese lugar. Para acompañar esto, la abogada querellante Guadalupe Godoy le preguntó por otros documentos a los que accedió a lo largo de los años que corroboran su estadía en ese CCD. Claudia explicó que su madre se ocupó de gestionar los informes sobre ellas que se encuentran en el archivo de la DIPPBA. Contó que allí pueden encontrarse los reportes que se intercambiaban entre las distintas fuerzas de seguridad preguntándose por su paradero a raíz del requerimiento prioritario de Cancillería por la consulta de embajadas extranjeras.

    Por otro lado, hizo una semblanza y contó lo que supo acerca del secuestro de Moncho Pérez. Había sido estudiante de abogacía, obrero de Terrabusi, había sido delegado gremial, “era un dirigente del PC de la puta madre, tremendo dirigente estudiantil”, había estado detenido junto a su hermano a principios de la década de los ‘70 en un barco. Abandonó sus estudios de abogacía y cuando fue liberado empezó Económicas en la Universidad de Lomas; era uno de los primeros que había ingresado a trabajar en la oficina comercial de la Embajada cubana. Había sido uno de los fundadores de la Federación Universitaria de esa localidad, cuando ingresó a la Universidad ya había sido intervenida y no tuvo la oportunidad de verlo en todo su esplendor militante. Sin embargo una vez lo vi en una asamblea: “tenía una capacidad de escuchar y ser escuchado, hizo una moción de orden y votaron por unanimidad lo que él había propuesto (…) me conmovió verlo como dirigente político”. Como compañero de trabajo lo recordó como un hermano mayor. Cuando comenzó la persecución política en 1975 le pedían que se vaya de su casa y él dijo que no podía dejar a su hijo, que no concebía su vida sin él. Cuando la represión empezó a recrudecer se preguntaban constantemente si debían irse de sus casa y dejar sus estudios, sus trabajos, y Moncho siempre insistía en que iba a quedarse. El operativo del 9 de noviembre que hicieron en su casa fue de grandes proporciones, algo distinto, los vecinos escucharon incluso un helicóptero. Se lo llevaron y nunca más tuvieron ni una pista, la única referencia que tuvieron fue del EAAF, quienes dijeron que había otro estudiante José Nicasio “Pepe” Fernández Álvarez, militante peronista y compañero de curso de Moncho, que secuestraron con una hora de diferencia, en un procedimiento muy similar y tampoco se supo que pasó con él.

    También recordó a Pablo Musso. Lo conoció en la Universidad de Lomas, militaba en la Facultad de Sociales, era parte de la Sociedad de Fomento Villa La Perla, trabajaba en la empresa Fifa donde era delegado gremial, era un dirigente destacado. Ya habían secuestrado a una de sus compañeras y, al igual que a Moncho, le habían recomendado irse. Para preservar a sus hermanos decidió quedarse en su casa que es de dónde lo secuestraron. Claudia recordó que algo particular de su secuestro fue que golpearon la puerta diciendo “Abran, Gendarmería”. Pablo estuvo todo el tiempo en la Brigada de Lanús, a diferencia de sus compañeras de celda habían recorrido varios centros.

    Contó que pudo reconstruir quiénes fueron esas compañeras luego de su declaración en los Juicios por la Verdad en el caso de Pablo Musso, aunque no llegó a ese lugar con la preparación que tuvo para el testimonio que dio en esta jornada. En esa oportunidad la recibió una mujer que la abrazó y le explicó lo que iba a tener que enfrentar: así como ella le había descrito, fue sucediendo la declaración, se sintió como en una mesa de examen donde los compañeros dan aliento. Entre todos los nombres que le ofrecieron desde el tribunal le resonó el de Nilda Eloy. Cuando terminó su declaración contó que se le acercó la mujer que la había recibido y le dijo “yo soy Nilda, tu compañero de calabozo”. Unos días después fueron a tomar algo, Nilda no se acordaba el nombre de Claudia, pero la reconoció cuando contó la historia del mate cocido, “me da vergüenza esa ridiculez mía pero lo cuento porque es lo que le sirvió a Nilda para reconocerme”.

    “Tanto en el Infierno como ese día en los Juicios por la Verdad, Nilda tenía la misma esencia, esa cosa inmensa, protectora, de sobreponerse a todo para acompañarnos, para ayudarnos, para asistirnos. Ella fue quien me advirtió que no le tuviera miedo al guardia, quien me advirtió que tomara el mate cocido. Hace muy poco me enteré por qué Pablo pudo salir del calabozo, que Nilda tenía su calabozo abierto y por eso podía traernos agua en su zapato, esta actitud de jugarse la vida por todos, de exponerse por los demás, como hizo durante el Juicio. Y Nilda no está viendo lo que está sucediendo hoy siendo que hizo tanto para que este juicio sea posible (…) todo lo que soportó Nilda para que nosotros estuviésemos hoy acá. Infinito recuerdo para Nilda.” Fue ella quien le dijo a Claudia que el estudiante de medicina era Horacio Matoso, que había sobrevivido, que los habían blanqueado a los dos en la Comisaría de Valentín Alsina. Nilda también le contó que la otra chica que estuvo con ellas en la celda se llamaba Blanca, era una persona ciega y también era de La Plata. Aún hoy tiene dudas sobre algunos otros compañeros, no pudo saber quién fue el chico que murió, y le gustaría poder decirle a su familia cuándo y cómo murió para acercarles “esas respuestas que tanto buscamos, poner nombre, apellido e historias”.

    Hacia el final del testimonio y a raíz de las preguntas de la querella explicó que junto con su familia, sus hijos y sobrinos, visitó “El Infierno” y volvió a reafirmar que ese fue el lugar en el que estuvo, que podría reconocerlo incluso con los ojos cerrados. Al finalizar su declaración agradeció a los organismos de Derechos Humanos, a todos los que hicieron posible que estemos hoy acá. Recordó que hoy, 21 de septiembre, es el día internacional de la Paz. Agradeció especialmente a Madres y Abuelas, en particular a Norma Musso, que demostraron que se puede exigir justicia a través de la paz. Recientemente pudo reconstruir la historia de sus bisabuelos judíos, exterminados en los campos de concentración nazis, historia que su padre siempre insistió en no olvidar. Y así como recordó la historia de sus bisabuelos, le pidió a sus hijos y nietos, a las nuevas generaciones, que no olviden la historia de los campos argentinos. “Le pido a usted, doctor Basilico, para que nunca más una primavera como esta se le arrebate a ningún joven, haga justicia. A mis amigos, a Pablo, a Mocho, todos presentes hoy, por siempre”.