Es una verdad indiscutible que la ciencia la hacen los científicos. Sin embargo, es una verdad incompleta, porque aunque son los protagonistas principales de la construcción de conocimiento, no son los únicos. Desde un lugar mucho menos visible también los aficionados, vecinos y amateurs pueden ser parte de este proceso. En algunos campos disciplinares es más frecuente, como por ejemplo la astronomía, y la arqueología. Son sus inquietudes, vivencias y descubrimientos los que funcionan como disparador de lo que en un futuro se convertirá en un saber académico.
Ana Carolina Arias es antropóloga, doctora en Ciencias Naturales y especialista en Educación en Géneros y sexualidades. Trabaja en el Archivo Histórico de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata Allí, investiga en la historia de las Ciencias Sociales con una beca Postdoctoral de CONICET. Recientemente publicó un trabajo enfocado en las prácticas científicas vocacionales como el coleccionismo y su rol en las discusiones de la arqueología en Argentina entre las décadas de 1930 y 1940.
En el trabajo de Arias, publicado en la revista colombiana Ciencia y Sociedad, queda reflejado que es importante dar cuenta de estas personas ajenas al mundo académico que participaron de las prácticas arqueológicas de Argentina como amateurs o aficionadas, porque contribuyeron activamente a los procesos de construcción del conocimiento de la disciplina.
“La presencia de aficionados y aficionadas en la historia de la arqueología y otras ciencias del terreno no es algo solo de Argentina sino que ocurre en todo el mundo. En Francia por ejemplo a fines del siglo XIX y principios del XX los amateurs formaron sociedades y museos que contribuyeron enormemente al desarrollo de la disciplina”, relata Arias.
¿Quiénes eran estos aficionados y cuáles fueron sus contribuciones? Se trataba de maestros, ingenieros, médicos, estudiosos en general, pero también participaba una gran cantidad de mujeres. En cuanto a sus contribuciones, Arias explica que “aún hoy colaboran con la logística, la identificación de sitios, la gestión de los traslados, la realización de las excavaciones. Pero también se interesan, estudian, se hacen preguntas, intercambian lecturas, ideas, aprendizajes, e incluso escriben trabajos”.
En su trabajo Arias profundiza en una historia que -reconoce- la atrapó: la de Amelia Larguía, “una viuda de 60 años, perteneciente a la élite social santafesina, que los fines de semana salía a recorrer los márgenes de los arroyos con una pala en la cartera”. El artículo de Arias relata los aportes de esta aficionada a la arqueología en los debates y discusiones en torno a un conjunto de piezas halladas en la década de 1930 en la región del Arroyo Leyes (provincia de Santa Fe, Argentina). Pero no solo eligió la historia por su encanto particular, sino porque existían fuentes documentales sobre ella. Y la disponibilidad de fuentes no resulta un tema menor.
Según comenta Arias, en su doctorado estudió a las mujeres en la Antropología argentina, y en esa investigación encontró muchas más mujeres de las que imaginó: “Esas mujeres desempeñaron las más diversas actividades y realizaron contribuciones al área, pero lamentablemente los archivos sobre ellas han sido escasamente conservados, como suele ocurrir con los fondos documentales de las mujeres”. Por suerte, en el caso de Amelia fue diferente: “Al ser parte de una élite, el Archivo Histórico de la Provincia de Santa Fe guardó documentos de su padre y de su marido, en los que quedaron entrelazados datos sobre ella”, explica la investigadora.
Para reconstruir la historia, más allá de las publicaciones de Larguía que perduraron, Arias consultó el Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico, el Archivo Histórico del Museo de La Plata, la documentaciòn de la Sociedad Argentina de Antropología, el Archivo Histórico de la Provincia de Santa Fe, el Museo Etnográfico y Colonial de Santa Fe y finalmente consultó cartas, notas de periódicos, y homenajes conservados por su familia.
Amelia
¿Quién fue Amelia Larguía? Nació en Santa Fe el 5 de enero de 1875. Su padre fue el ingeniero Jonás Larguía (1832-1891) y su madre Mauricia Mercedes Descalzo Gómez (1842-1876). Se casó en 1899 con Juan Carlos Crouzeilles, quien falleció en 1917. En 1931, a sus 60 años y con los hijos ya crecidos, Amelia Larguía comenzó a interesarse por los “misterios insondables” de la región, iniciando una importante colección arqueológica que llegó a contar con más de 4000 piezas, conformada especialmente por piezas de cerámica, aunque también por rocas y restos óseos humanos.
Cubierta por una capelina y al mando de su Ford T, esta mujer de la alta sociedad se dedicó a recorrer los arroyos cercanos en busca de yacimientos. Dialogaba con los pescadores y los lugareños en busca de los mejores lugares para excavar y realizaba allí multitud de excavaciones donde solía encontrar fragmentos de alfarería con impresiones y grabados, huesos humanos y objetos diversos que afloraban entre los sedimentos.
Pero no solamente manchaba sus vestidos con el barro, sino que se abocó a la reconstrucción de piezas a partir de fragmentos, para luego clasificarlas e interpretarlas.
Compenetrada con la labor, Amalia estableció vínculos e intercambió correspondencia con arqueólogos y directores de diferentes museos de Buenos Aires, La Plata, Santiago del Estero, Paraná y Santa Fe. Realizó mapas indicando los sitios de interés, porque buscaba difundir los yacimientos para ofrecer datos, fotos y objetos e intercambiar opiniones sobre la interpretación de las piezas.
Tras años de trabajo, las piezas fueron cubriendo las habitaciones de la casa de Amelia e incluso los pasillos. Cada una llevaba una etiqueta con un número romano que la identificaba e indicaba su proveniencia. Luego de su fallecimiento, en 1952, los hijos donaron su colección de objetos y documentos al Museo Etnográfico y Colonial de Santa Fe. Según destaca un homenaje realizado póstumo, “con una generosidad ejemplar, puso siempre a disposición de todos los estudiosos, sus colecciones, sus conocimientos y su experiencia.”
Fotos: Archivo General Provincia de Santa Fe.
El gran dilema arqueológico de la época
Las piezas de cerámica encontradas en el paradero de Leyes eran distintas de las encontradas en los yacimientos “clásicos” del litoral del Paraná, y entonces fueron consideradas por los académicos de la época como “un tipo de cerámica desconocido hasta el momento en la forma no usual de vasos enteros” considerando que las piezas indígenas estarían desconectadas de todo intercambio histórico. Sin embargo, Larguía y algunos otros sostenían que la alfarería de Leyes estaba conectada con la llamada civilización chaco-santiagueña estudiada por unos reconocidos arqueólogos, los hermanos Wagner. Las piezas halladas por Larguía, y en particular su hallazgo de una “pequeña cabecita antropomorfa” sin boca, inclinaron la balanza hacia la hipótesis planteada por los hermanos Wagner sobre la llamada civilización chaco-santiagueña. Las interpretaciones que ella hizo sobre las piezas se orientaron hacia la unidad cultural y revelaron la influencia recibida de otras regiones, especialmente, la andina y la santiagueña, despejando así el mayor dilema arqueológico de la época.
Reconocer los otros saberes
El trabajo de Arias muestra que la participación de los aficionados y los coleccionistas en la historia de la arqueología representa un elemento crucial para entender algunos de sus debates. A partir del caso de Amelia Larguía y de las controversias en torno a las cerámicas halladas en la región del Arroyo Leyes, Arias deja a la vista cómo coleccionistas y aficionados del interior del país formaron parte de las prácticas de la arqueología.
Esta perspectiva implica reconocer que en arqueología y otras ciencias del terreno los saberes considerados científicos no están limitados a las unidades académicas sino que provienen de la articulación de diferentes “espacios”: el lugar donde se realizó una excavación, el museo que guarda las colecciones o una casa particular; por mencionar solo algunos. Además, esos saberes se producen gracias a diálogos, discusiones, intercambios epistolares, encuentros y publicaciones que involucran a los llamados “científicos”, pero también a personas no académicas: a los pobladores rurales, a los aficionados, quienes – resume Arias- ”tienen saberes locales, conocen la tierra que habitan y su gente, caminan esos territorios, saben dónde aparecieron objetos arqueológicos en el pasado y dónde pueden volver a aparecer, saben con quién hablar y a quién acudir”
Finalmente, recuperar estas historias ofrece relatos interesantes para acercarse desde otra mirada a las disciplinas científicas. Al respecto, Arias considera “muy importante que se generen espacios que fomenten las vocaciones científicas sobre todo en niñas y jóvenes, que den a conocer carreras como la arqueología y especialmente la antropología, que es muy rica y que ofrece múltiples formas de contribuir a la sociedad.”