La Noche de los Lápices: 37 años de una historia en tiempo presente

    Este 16 de septiembre se cumplen treinta y siete años de la “Noche de los Lápices”, un episodio en el que grupos de tareas del Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires secuestraron en la ciudad de La Plata a un grupo de estudiantes secundarios de  distintas escuelas, entre ellas el Colegio Nacional y el Bachillerato de Bellas Artes dependientes de la Universidad Nacional de La Plata. Los estudiantes secuestrados fueron Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Racero, María Clara Ciocchini, quienes permanecen desaparecidos. Otros estudiantes fueron también secuestrados en esos días, entre ellos, Víctor Triviño -aún desaparecido- y Pablo Díaz, Patricia Miranda, Gustavo Calotti, Emilce Moler, Walter Docters y Alicia Carminatti, que lograron sobrevivir al ser pasados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. El secuestro de estos jóvenes muestra en su crudeza el alcance de la violencia que la dictadura ejerció sobre vastos sectores de la sociedad argentina en función de su amplia definición de enemigos reales y potenciales. Los estudiantes secuestrados tenían actividad política en la Unión de Estudiantes Secundarios (peronista) y en la Juventud Guevarista y habían participado en las movilizaciones llevadas a cabo el año anterior por grupos estudiantiles en pos de un boleto escolar secundario. 

    Desde el final de la dictadura, la Noche de los Lápices estuvo presente en la condena a los crímenes de la dictadura militar y en los intentos de construir un nuevo presente democrático. La historia conmovió por su dramatismo y por las características con las que mayoritariamente se identificaba a las víctimas: adolescentes, vistos como inocentes, como portadores de una politicidad casi ingenua, como buscadores de un ideal indiscutiblemente justo. Desde visiones no necesariamente coincidentes acerca de la democracia deseada que florecería a partir del Nunca Más, tanto las políticas de juzgamiento a las cúpulas militares de los años ochenta –concebidas en el marco de la llamada “teoría de los dos demonios”, que propiciaba también la persecución legal a los líderes de los movimientos guerrilleros de los años setenta- como muchos de los militantes del movimiento de derechos humanos y las nuevas generaciones de estudiantes comprometidos con la educación pública encontraron en la historia de los estudiantes desaparecidos una historia instructiva. La condena a las atrocidades del régimen militar ocluyó la historia de la militancia política de los estudiantes secuestrados y desaparecidos, como puede verse en el film, bastante representativo de la visión de la época, que Héctor Olivera estrenó en 1986. 

    Luego siguieron las políticas de consagración de la impunidad, que se iniciaron en los últimos años del gobierno del Dr. Raúl Alfonsín con la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y adquirieron su cenit en el proyecto de clausura total del pasado impulsado por el ex presidente Carlos Menem a través de dos tandas de indultos que, en nombre de una pretendida “reconciliación nacional”, concedieron impunidad absoluta a los militares. En estos años de vertiginosa caída del ideal de justicia, la historia de los estudiantes de la Noche de los Lápices logró mantenerse viva y fue lentamente adquiriendo nuevos sentidos. Como testimonio de una memoria obstinada, nuevas generaciones de estudiantes continuaron movilizándose cada 16 de septiembre, construyendo puentes entre la reivindicación de los estudiantes desaparecidos y su lucha por el boleto y nuevas luchas en defensa de una educación pública asediada por las políticas neoliberales de los años noventa. Para estas nuevas generaciones de estudiantes, esta historia enseñaba la importancia de movilizarse por un fin justo, al tiempo que les permitía comenzar a comprender un período del pasado que parecía particularmente significativo para dar cuenta de algunos de los problemas sociales del presente.  Así, muchos estudiantes participaron por primera vez en una “marcha” a partir de la historia de los lápices, una historia que planteaba nuevas preguntas sobre un pasado era para ellos menos conocido que para las generaciones anteriores, pero al que, a la vez, se acercaban desde marcos menos limitantes. Nacidos en los años ochenta, estos jóvenes podían permitirse tener menos precauciones y reparos al momento de observar algunos comportamientos ambiguos de la generación de sus padres respecto de la dictadura. 

    Desde fines de los años noventa, y al compás del deterioro de la hegemonía neoliberal, se abrió un escenario político más propicio para la recuperación de las identidades políticas de los militantes de los desaparecidos. Progresivamente, empezaron a salir a la luz los proyectos políticos de estas víctimas de la dictadura, que ciertamente eran adolescentes que luchaban por ideales justos, pero cuya militancia no se reducía sólo a la lucha por un boleto, sino que incluía también una participación en las organizaciones revolucionarias.

    En todos estos años, la continuidad de la movilización que rescataba las luchas de los estudiantes de la Noche de los Lápices más allá de las políticas de impunidad obtuvo resultados a partir de importantes concreciones institucionales. Desde un primer proyecto de un grupo de jóvenes legisladores radicales a partir del cual la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires estableció en 1988 el 16 de septiembre como “Día de los Derechos del Estudiante Secundario” hasta la institución a nivel nacional del “Día Nacional de la Juventud” por parte del ex presidente Néstor Kirchner, la Noche de los Lápices fue adquiriendo más presencia en las políticas estatales y, particularmente, más legitimidad en las políticas educativas y en la enseñanza en las aulas. En la última década, nuevos estudiantes que participan en la conmemoración del acontecimiento encuentran en esta ocasión una oportunidad inigualable para comenzar a pensar qué fue la dictadura, una experiencia que, pese a que las consecuencias de lo ocurrido en ese período pueden ser reconocibles en muchos aspectos de nuestro presente, es para ellos un pasado lejano, distante, en muchos casos sin una conexión evidente con su experiencia vital. 

    Las movilizaciones de cada septiembre, por otra parte, mantuvieron la presencia de la Noche de los Lápices en otro aspecto fundamental: la búsqueda y la obtención de la justicia pendiente por los crímenes de terrorismo de estado. Desde el vigésimo aniversario del golpe militar, en 1996, una memoria condenatoria del proyecto dictatorial fue adquiriendo una presencia creciente en el espacio público a través de una sucesión de  masivas movilizaciones que se repitieron año a año. A la salida de la crisis del año 2001, y retomando muchos de los sentidos impuestos por esta creciente movilización, el ex presidente Néstor Kirchner dio un giro decisivo en la política estatal dominante hasta el año 2003 respecto de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura militar, generando la posibilidad de una reapertura de los procesos judiciales. La historia de los estudiantes de la noche de los lápices volvió entonces a los estrados de una manera diferente a la de los años ochenta. En el Juicio al Circuito Camps, desarrollado en nuestra ciudad, contribuyó a construir no sólo el concepto de que los crímenes del terrorismo de estado son permanentes e imprescriptibles, sino además una interpretación histórica que los concibe como cometidos en el marco de un genocidio. La sentencia de los Jueces del Tribunal Oral Federal Nº1 de La Plata, pronunciada en diciembre del año pasado, dio así un importante paso y a la vez abrió un camino que continúa hoy en el juzgamiento de los crímenes cometidos en el Pozo de Banfield: una nueva estación en la búsqueda interminable de la justicia en lo que en otro tiempo fue el circuito del terror. 

     

    * Profesor de la Maestría en Historia y Memoria
    Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP)