¿Qué aprendí?

    En 1989 empecé a trabajar qué hicimos los argentinos de nuestra única guerra internacional. Desde entonces publiqué un par de libros y varios artículos en revistas académicas argentinas y del extranjero, en diarios y revistas de divulgación, concedí entrevistas en TV y radio, y a algunos medios gráficos. Pero todo esto no fue nada comparado con el trabajo de campo que desarrollé con ex soldados -ex combatientes y veteranos-, cuadros militares de las tres fuerzas y con algunos intelectuales, políticos y periodistas. Acompañé ese trabajo con muchísimas fotos y con la revisión de archivos de diarios y revistas, asistencia a innumerables ceremonias, y llegué a cantar hasta cinco veces el himno nacional en algunas jornadas especiales.
    Fue ese trabajo de campo el que me enseñó a escuchar y a ver, y por eso a comprender Malvinas de una manera algo más próxima a cómo la entienden sus protagonistas. Pero esta tarea supuso un aprendizaje, a veces arduo, acerca de ellos y también acerca de mí y del medio académico en el cual crecí y me sigo desempeñando. Por ejemplo:
    Aprendí que Malvinas fue una guerra internacional que guardaba muy distintas perspectivas. Cada cual tenía la suya según su posición en el campo de batalla, la fuerza en que actuó, las características de sus superiores, y su inserción en la vida civil o militar durante la postguerra. Aprendí, entonces, que una guerra es un fenómeno de extraordinaria complejidad, y que para hablar de ella no basta con caracterizarla desde las motivaciones que guiaron a sus conductores político-militares. Entre el General Galtieri y un teniente basado en San Carlos viendo desembarcar a los británicos, o entre un comandante de la Fuerza Aérea Sur y un alférez que se lanza a una batalla aeronaval sin experiencia previa en reabastecimiento en vuelo; o entre un soldado de 20 años (clase 62) y un cabo de 20 años (también clase 62); o entre un artillero y un infante, o un comando y un infante de marina, o entre un piloto aeronaval y un mecánico del Crucero ARA General Belgrano, entre todos ellos hay a veces un mundo de diferencia que se delineó con la formación y el entrenamiento, con las expectativas de vida, el combate y la experiencia concreta de la batalla.
    Aprendí también que aunque se tratara de una guerra, y por consiguiente de una acción militar fundada en la obediencia, la cadena de mandos y la jerarquía, en Malvinas -como probablemente en cualquier otro escenario bélico- hay innumerables decisiones que cada cual toma incluso a costa de su propia vida. Seguir la orden, seguirla a medias, o no seguirla. Responder correctamente, responder o replicar. Auxiliar a un camarada herido o abroquelarse en el pozo de zorro. Abordar el avión y salir a combatir, o inventar mil excusas para quedarse en la base o regresar por un desperfecto que no es tal. Adoptar actitudes solidarias o tratar de salvarse. Automutilarse para volver al continente, u ofrecerse para cubrir a la sección ante el avance enemigo. Una guerra, también la nuestra, está repleta de pequeñas decisiones que a veces se agigantan con el paso de los años y con el análisis de sus consecuencias, imposibles de divisar en el momento en que ocurren.
    Aprendí entonces que esa guerra, que fue internacional, contra un enemigo que hablaba otro idioma, tenía otra bandera, otra formación y otra historia, solía ser referida por sus protagonistas directos argentinos como una confrontación entre connacionales. Era muy difícil, para ellos, evitar los reproches por la soledad que generaron la indiferencia y el silencio. Entonces supusieron que todo el mundo se había olvidado de Malvinas y de ellos.  
    También aprendí que quienes no habían ido tenían poco espacio para escuchar experiencias, y más espacio para la crítica lapidaria y la suprema indignación. Quizás porque extendían con la emoción lo que no habían podido hacer con su presencia en 1982; quizás porque se habían sentido defraudados; casi seguramente porque nadie les explicó que, además de errores, habían existido actos de gran valentía, solidaridad y profesionalismo.
    Entonces aprendí que no tenía ni que compadecerme ni convertir en bronce a quienes fueron; tampoco tenía que condenarlos. Casi todos aquellos con quienes quise conversar y cuyas experiencias quise conocer, me abrieron sus puertas. Alguno incluso me agradeció, allá por 1989, que no le preguntara si había matado o tenido hambre y frío. Es que Malvinas no sólo tuvo estaqueos, pies de trinchera, incertidumbre y demás penurias bélicas; también fue juego, crecimiento personal, humor y fe, todo intenso y mezclado.
    También aprendí que no siempre fui recíproca; a veces prometí lo que no cumplí, como los periodistas cuando prometen la foto o el artículo terminado y no lo envían. Yo también olvidé pequeñas devoluciones que no sé si pueden ser subsanadas por mis escritos (seguramente no).
    Aprendí que tenía que respetar de mis interlocutores sus voces, sus silencios y sus desacuerdos, y no creerme que, por trabajar de intelectual en el medio académico, podía opinar desde el Olimpo y con simpleza sobre la guerra absurda, el general borracho, los chicos "carne de cañón" y el colaboracionismo civil. Estas tremendas convicciones sesgaron toda nuestra interpretación sobre el pasado, y por eso no nos ayudaron ni nos ayudan a saber ni a entender mejor. "Entender mejor" significa comprender el evento desde los diversos puntos de vista que lo atravesaron, y no autoritariamente desde sólo mis valores y mi mirada. Además, en la Argentina el Olimpo no existe, como tampoco existen los seres incontaminados y pulcros que pueden decirnos cómo son y cómo deben ser las cosas desde ninguna parte… ningún pasado.  
    Desde 1989 aprendí que no sabía y que debía aprender; por eso aprendí a ser antropóloga con Malvinas, con su causa y con su guerra, con sus aciertos y sus vergüenzas, con sus memorias y sus experiencias. Ojalá en los próximos 30 años pueda seguir encontrando preguntas, en vez de blandir todas las respuestas.