Florentino Ameghino

    ¿Cómo un hombre sin formación académica logra transformarse en un referente de la ciencia? ¿Cómo un autodidacta llega a ser considerado una eminencia?

    La obra de Florentino Ameghino, impactante en sí misma, adquiere dimensiones espectaculares si se tiene presente tal condición: alguien que se valió de su deseo para ingresar en la historia como uno de los más grandes naturalistas, a quien una irrefrenable pasión por su tarea lo acompañó toda su vida.

    Hijo de inmigrantes italianos, el dato más aceptado es que nació el 18 de septiembre de 1854 en Luján, provincia de Buenos Aires. La curiosidad -ese gran motor de la ciencia- ya lo había visitado cuando el pequeño Florentino recorría las barrancas del río Luján, muchas veces junto a su padre, para observar y preguntarse por los restos fósiles que encontraba. Tal vez, ese niño ya tuviera conciencia clara de su deseo y su destino. Esa curiosidad fue la que continuó acompañándolo y ese juego infantil el disparador de una notable trayectoria como paleontólogo, cuyos aportes perduran hasta hoy.

    Ameghino fue, sin dudas, un hombre de su tiempo, ligado al contexto de fines del siglo XIX e impregnado del positivismo argentino de la Generación del ‘80. Tras su muerte, se produjeron grandes discusiones en torno a su legado, muchas de ellas signadas por la pretendida utilización de su figura como estandarte de distintos grupos sociales y políticos.

    Tal vez, una de las situaciones en la que se evidencia con nitidez la fortaleza de Ameghino, respecto de su destino como naturalista, se dió en los primeros años de su juventud. A los 17 años se presentó ante Germán Burmeister, entonces director del Museo de Buenos Aires y autoridad máxima de las ciencias en el país, para ofrecer sus primeros descubrimientos. A Burmeister esas investigaciones no le interesaron. Es de prever que, a esa edad y desautorizado por alguien indiscutible en el área, cualquier joven hubiese emprendido el regreso cabizbajo, pensando en un pronto adiós a sus ilusiones.
    Sin embargo, para Florentino -que encontró varias resistencias similares antes de lograr reconocimiento- la experiencia le sirvió para redoblar esfuerzos y perseverar. Más tarde, se refirió a ese desencuentro: “Pero para algo sirve la desgracia… la incredulidad e indiferencia que encontré hirieron mi amor propio, me obligaron a estudiar y a buscar medios de acumular nuevos materiales”.

    A los 24 años, ya director de escuela en Mercedes, viajó a París para visitar la Exposición Universal de 1878. Allí se puso en contacto con las últimas novedades científicas de la época. Además, vendió parte de sus colecciones de fósiles y con lo recaudado publicó su obra “La antigüedad del hombre del Plata”. El viaje fue deslumbrante tanto para sus conocimientos como también para el amor, pues se casó con la mujer que lo acompañaría a lo largo de toda su vida: la francesa Leontine Poirier.

    Tras la experiencia europea, se instaló por un tiempo en Buenos Aires, donde abrió una librería llamada El Glyptodon, sobre la calle Rivadavia, que le sirvió para financiar los viajes exploratorios que realizaba su hermano Carlos por la Pampa y la Patagonia, donde hacían observaciones y recolectaban fósiles. Vale subrayar, como Florentino lo hizo en vida, que el trabajo de su hermano fue fundamental para su carrera.

    En 1886, ya reconocido como naturalista, Ameghino fue nombrado subdirector del Museo de La Plata por Francisco Pascasio Moreno. Allí, fundó el Departamento de Paleontología y, por recomendación suya, su hermano Carlos fue designado como naturalista viajero. Se mudó, pues, a La Plata, ciudad que eligió para vivir el resto de sus días, aún cuando su trabajo en el museo había culminado a causa de sus diferencias con Moreno, en 1888.

    En esos días, abrió la librería Rivadavia, ubicada en la esquina de 11 y 60 de nuestra ciudad, y se trasladaba en tren hasta Buenos Aires, donde ejercía su cargo de director en el Museo Nacional de Buenos Aires.

    Ameghino murió el 6 de agosto de 1911, dos años después de haber enviudado, aquejado por una diabetes que no quiso tratarse más allá de los insistentes consejos de sus amigos. Paradoja: el hombre de la ciencia desoyó a la medicina. Sus restos descansan en el Cementerio platense, en el Panteón de los Humanistas.