Por María Laura Lenci
Profesora de la asignatura Historia Comparada de América Latina Contemporánea
Maestría en Historia y Memoria de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata
A cuarenta años del golpe de estado que derrocó al gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende en Chile, hay muchos ejercicios de memoria posibles de hacer. Pero la historia, que a veces es tirana y a veces salvadora, descree de días infaustos –o nefastos- y de fechas redondas. La historia rastrea procesos, desanda recorridos trillados y busca respuestas no dichas, o dichas y olvidadas.
A cuarenta años del infausto 11 de septiembre de 1973 volvamos la mirada hacia atrás, pero, como el Ángel de la Historia de Paul Klee, miremos también, aunque sea de reojo, el presente y el futuro.
Propongo, entonces, la herejía de olvidar por un momento el inolvidable último discurso radial de Salvador Allende, su desoladora despedida y su esperanzada profecía aún no cumplida. Olvidemos a ese hombre por un momento y pensemos en las dimensiones históricas del Chile de la Unidad Popular, ese gobierno que duró sólo tres años y que significó tanto -para Chile y para toda América Latina. Y entonces el Chile de la Unidad Popular recupera el significado que en sus años tuvo: la ilusión a nivel internacional de la vía pacífica al socialismo.
No es que fuera la primera experiencia en América Latina de reformas o intentos revolucionarios que tuvieron un origen electoral, y que fueron derrocados por intervenciones militares. Ese fue el caso de la Guatemala de Arbenz, el fin de la revolución boliviana, y el propio golpe de estado que derrocó al peronismo en 1955, por poner sólo algunos ejemplos. Sin embargo el triunfo de la Unidad Popular en Chile en 1970 fue la alternativa, la “vía chilena al socialismo”, como la llamó Salvador Allende. Y esa vía chilena suponía que en ese momento Chile tenía “en el Gobierno una nueva fuerza política cuya función social es dar respaldo no a la clase dominante tradicional, sino a las grandes mayorías”, acompañada por una profunda transformación en el orden socioeconómico basada en una Reforma Agraria y en la nacionalización del cobre, por mencionar sólo las medidas más emblemáticas. Y tenía también, como decía Allende, “el desafío de ponerlo todo en tela de juicio”.
Esas historias, las historias de las reformas en América Latina, tuvieron como efecto más profundo la afirmación de los derechos de los “condenados de la tierra”. Y son a esos efectos profundos a los que van a apuntar los golpes de estado que, sucesivamente, van a ir obturando las salidas democráticas, revolucionarias o reformistas en América Latina. Pero esas obturaciones supusieron, con el correr de los años y de la formación de los estados terroristas en América Latina, la pérdida de los contenidos sustanciales de la democracia durante las así llamadas “transiciones” de las décadas de los 80s y los 90s.
Pensemos que en el Cono Sur el fin del gobierno de la Unidad Popular dejó en pie sólo a la incipiente democracia argentina, -que quedó muy condicionada después del derrocamiento de Allende-, y a la experiencia del Perú de Velasco Alvarado, que iba a durar muy poco tiempo más. Repasemos: Paraguay era una dictadura desde 1954, Brasil estaba bajo una dictadura desde 1964, Bolivia estaba bajo la dictadura de Banzer desde 1971, Ecuador era una dictadura desde 1972, desde derrocamiento de Velasco Ibarra, Uruguay estaba ya en una dictadura cívico militar desde junio de 1973. Cualquier tipo de reforma de raíz popular o cualquier sesgo socializante eran percibidas como una amenaza, y fueron sistemáticamente interrumpidas a partir de lo que se conoce como la Guerra Fría, -la caliente Guerra Fría de América Latina.
En este sentido, el Chile de la Unidad Popular fue un caso ejemplar y ejemplificador de los límites de lo tolerable para los EEUU, y de su voluntad de injerencia en América Latina. No por nada el agregado naval norteamericano en Santiago mencionaba al 11 de septiembre de 1973 como “nuestro Día D”. Pero, como ya se ha dicho, la cosa venía desde mucho antes. En el caso de Chile, desde el mismo momento en el que la Unidad Popular ganó las elecciones en 1970. Lo que durante muchos años fue una sospecha, o para algunos una lectura paranoica o conspirativa de la historia, ahora puede ser comprobada a partir de evidencias documentales. Algunos de los documentos desclasificados por el National Security Archive revelan que Henry Kissinger dio directivas de preparar una serie de sanciones y presiones contra el gobierno de Allende. Esto incluía presiones para excluir a Chile de la OEA y un bloqueo económico. Es más, los documentos también muestran las especulaciones acerca de la posibilidad de directamente impedir la asunción del presidente electo en 1970, es decir Salvador Allende.
Entonces pensemos al golpe del 11 de septiembre de 1973 a partir de lo que obtura y de lo que inaugura. Con esta perspectiva y estos antecedentes, desde la Argentina podríamos pensar que el golpe en Chile fue una especie de globo de ensayo o primera aplicación de una serie de dispositivos o, dicho de otra manera, de repertorios represivos, que se aplicarían sistemáticamente en el proceso de formación de los estados terroristas en América Latina. Porque una rápida revisión por la prensa de la época, o la recuperación de los primeros testimonios acerca de la violencia estatal y para estatal después del golpe, permiten conectar una serie de prácticas que nos resultan dolorosamente conocidas: secuestros, torturas, centros clandestinos, desapariciones forzadas de personas, ejecuciones extra judiciales y mucho más. Tanto más como la supresión de todos los avances sociales logrados a lo largo de lo que iba del siglo XX y la instauración de un régimen socio – económico que ni el fin de la dictadura, ni los largos años de la transición iban a desarticular. La sindicalización, tanto de los trabajadores urbanos como rurales, la reforma agraria (que había llegado a la expropiación de 10.000.000 de hectáreas en 1973), la nacionalización del cobre, la educación pública, los derechos de los mapuches, todos estos logros siguen como deudas pendientes en el Chile de hoy.
Entonces volvamos ahora al 11 de septiembre de 1973 y al presidente Salvador Allende en su último discurso radial. Volvamos para recordar sus palabras, para recordar que “la historia la hacen los pueblos” y esperemos que, de ahora en adelante, vuelvan a ser las grandes mayorías las que decidan, esta vez para siempre, que impere la justicia en Chile, en todos sus sentidos.